Mujer maravilla

"Primera jornada de frío polar" dijo el locutor de la radio, con voz grave y agregó: "dos grados". Sin consciencia aún de lo que eso significaba, tal vez porque el día anterior todavía me calzaba una remera mangas cortas, pegué el salto para ir al baño. A mitad de camino viré de inmediato para calzarme y cazar en el camino el primer abrigo que encontré: un sweaters y un joggings que colgaban de la bici fija (a esta altura para lo único que sirve). El sweaters olía a perro muerto y el joggings a tierra mojada, pero me los calcé hasta llegar a las zapatillas. Mejor armada, en vez de ir al baño me dirigí derechito al calefactor. Al décimo intento de encendido, me convencí de su negativa. Corrí hacia el caloventor que en la primera bocanada de aire caliente me escupió la tierra acumulada en el verano, pero empezó a entibiar el ambiente.

Estúpidamente me duché primero y busqué la ropa de invierno después. Así, muerta de frío, comprobé que todos los pantalones estaban hecho ñoqui en el fondo del estante más alto del placard; los pullovers al lado y, un poquito más bajo, las camisetas. Todo olía a una aleación de antipolilla y encierro.
Enchufé la plancha y vacié un perfume barato que me habían regalado sobre un pantalón, un sweaters que combinaban (la elegancia primero, por supuesto) y la camiseta menos contaminada de olor a gato mojado. A medida que le pasaba la plancha los vapores ayudaron a un nuevo perfume: el barato, más el antipolilla y el encierro.

Me calcé todo frente al espejo y corrí al mueble donde normalmente "tiro" (literalmente) los zapatos y botas. Las botas que combinaban mejor con el conjunto tenían un taco como boca sin dientes. Las descarté. Rescaté unos zapatos en mejor estado, pero al ponérmelos vi que lucían, en un costado, un camino de barro petrificado. Busqué un cepillo, pero la búsqueda fue inútil, el muy maldito jugaba a las escondidas. En la operación saltó algo parecido a un cepillo, con el que limpiaba las mamaderas de mis hijos, hacía... ¡madre santa, treinta años! Lo usé descaradamente contra la suela del zapato (total, si llegaba a limpiar una mamadera con ese cepillo podía llegar a matar al bebé de tifoidea o algo parecido).
Me maquillé, apagué el caloventor y salí a la calle con aires de astronauta bajando de la nave del vuelo inicial a Marte. Después de todo, lo que había logrado, sólo podía ser obra de Linda Carter cada vez que en un giro mágico salvaba al mundo, impecable dentro de un traje de estrellas relucientes.