Las lágrimas me corrían por la cara como vertientes bajando de la montaña. ¡Lloraba por las zapatillas negras con bordes rosados! Lloraba por unas zapatillas, pero lo más loco no era eso sino que había caminado descalza sobre la nieve, las espinas, los bordes filosos de unos acantilados desconocidos, los extremos cortantes del andén de una estación que no sé si existe, las astillas de un piso de madera... el de mi abuela Meneche (ése existe pero no lo veo desde mis doce años). Por todos esos lugares había andado a pie desnudo y sin un rasguño. No me detenía en esas extrañezas. ¿Qué tenían que ver todos esos sitios con la oficina de Posgrado donde había olvidado mis zapatillas? Tampoco me lo preguntaba. Mi preocupación... ¡y vaya si estaba preocupada!, era que Liliana, mi compañera de oficina podía llevárselas. Ella calza el mismo número que yo. Además sabía que le gustaban y mucho; le había visto los ojos de codicia cuando las compré. También podía ser que Sergio... él mencionó que le encantaría tener dinero para regalárselas a su novia ¿Y si en vez de llevárselas Liliana o Sergio, entraba a la oficina la de pelo teñido de colorado, la que siempre limpia con bronca? Ésa me las destiñe con lavandina. ¡No, por favor, son mis preferidas! Todo eso pensaba mientras rogaba que alguien atendiera el teléfono que hacía timbrar desesperada, con las lágrimas corriéndome ya por el escote de la blusa. Si el guardia de la Facultad levantaba el tubo podía pedirle que me las guardara hasta el día siguiente. Aunque a nadie se le ocurriera robar o arruinar mis zapatillas, ¿qué diría el Director de Posgrado si las veía en el piso, junto a la mesa de la computadora?... ¿O las había dejado junto a su escritorio? ¡Qué horror! ¿Es que mi teléfono no funciona?, todo eso se me mezclaba en la cabeza cuando corrí hacia el teléfono del bar de la esquina. Ése que siempre está lleno de borrachos y al que no entré jamás; ése del mostrador mugriento con olor a salamines y queso rancio; ése del que salen hombres que necesitan cuatro o cinco ensayos para poder montarse a sus bicicletas antes de pedalear zigzagueando por la calle; ése que tiene un mesero sudoroso y de pelo grasiento que, con un solo golpe del filo de su cuchillo sobre la madera del gran mesón, puede convencer a todos los borrachos de que llegó la hora de irse a casa.

Tenía que telefonear, era indispensable que lo hiciera, pero al bar no entré. No pude. Mi consciente dominó a mi inconsciente y lo convenció de que en la esquina de mi casa no hay ningún bar y ordenó dejar de soñar estupideces. A las zapatillas no las usé más.