Sabiduría

12.04.2017

"El más paciente con el abuelo Pedro era mi padre. Cuando preso de sus fantasmas rompió el colchón ¡qué lío de plumas había armado, pobre abuelo! Tenía penachos blancos hasta en los bigotes. Papá reía y mamá gritaba. Más gritaba mamá, más se alborotaban las plumas. Alba y yo las cazábamos en el aire y las metíamos en los bolsillos de unos primorosos vestiditos que nos había cosido mamá. Más enojo le causaba eso a ella, más reía papá", recordó Clara.

Su padre. ¡Cómo había marcado su vida ese hombre que muchos veían como el "dominado"! Es cierto que callaba ante los ataques de furia de Teresa, pero a Clara no le había quedado la imagen del dominado sino la del sabio, el tierno, el sonriente, esa persona con la que se podía contar siempre. Incluso en el recuerdo podía experimentar el placer de sentir sus dedos gordos rascándole la cabeza, cuando ella tenía fiebre o miedo. "Pica acá, decía yo y papá estaba ahí rascando una y otra vez mi cabeza enrulada", recordó con los ojos humedecidos, deteniendo por un instante el cruce de agujas.

Fernando hablaba poco y en voz baja. Nunca les había pegado a sus hijas, pero bastaba que dijera "no", para que ambas se sintieran en falta. Resultaba difícil aceptar que se hiciera el distraído cuando Teresa arrojaba con la misma facilidad una cachetada, un escobazo o una chancleta, pero el paso del tiempo demostró que de otro modo hubiera desatado más la furia de su mujer. Él sabía compensar. Con él se podía contar para los deberes, la espera a la madrugada cada vez que las hermanas salían a bailar, o incluso de adultas, desde el arreglo de un enchufe, a la palabra sabia para el problema más terrible. Y los años pasaron, pero él estuvo siempre. Con la espalda erguida o doblada, inspiraba el mismo respeto. Vivía con mucho orgullo la consulta de hijas y nietos. Su vida tenía esa marca de respuesta breve pero tranquilizadora. "Aunque tranquilo no estuvo cuando Alba, tratando de aprender a conducir la camioneta, la emprendió a gran velocidad cuesta abajo por aquella calle serrana, luego por un baldío, hasta terminar a centímetros del tronco de un árbol. El pobre árbol debe haber rezado como María Elena, quien aferrada a la puerta, gritaba: ¡Jesús, por Dios! ¡Virgen Santa!. Cuando papá pudo sacar el pie de Alba del acelerador y plantar el suyo en el freno, el árbol casi se corre de lugar". Clara largó la carcajada con el recuerdo y retomó el cruce de agujas. Podía ver el ceño fruncido de su padre, recriminando a su hermana, al tiempo que chequeaba el estado de los neumáticos, después de haber atravesado un baldío atestado de baches, piedras y espinas.

Apenas detenida la marcha de la camioneta, María Elena, quien pasaba siempre sus vacaciones con la familia Schafer, se bajó y la emprendió a pie. No hubo forma de convencerla de volver a subir. A Fernando se le soltó la risa quedita que lo caracterizaba. Cuando llegaron a la casa, nadie contó nada a Teresa. Ella hubiera lanzado toda clase de reproches a su marido por la inconsciencia de dejar conducir a una niña de quince años.

Fernando no flaqueó en su empeño de enseñarle a conducir a Alba. Lo propio había hecho con Clara un par de años antes. "Eso también tuvo mucho que ver en la construcción de mi espíritu independiente", concluyó Clara.

"Para que la vida nos sonría, hay que hacerle cosquillas, decía papá". A Clara, el recuerdo le sacó su mejor sonrisa. Y vaya si él tuvo que rascarle la panza a la vida. Con apenas ocho años, ayudó a su madre a cargar a sus hermanos menores en aquella desvencijada chata, tirada por un más desvencijado caballo, cuando doña Ema los puso de patitas a la calle. Con los pies colgando, desde la parte trasera del carromato, miró por última vez a esa abuela a la que llamaría de ahí en más "la madre de mi papá", pero abuela, nunca. Se le grabó la imagen, pero a la vida le puso ambas mejillas cada vez que se le ocurrió cachetearlo. A los dos años de partir de la casa paterna, y sin tiempo para darse cuenta de que a su padre no lo vería más, se encontró -junto a Nenucho, uno de sus hermanos-, las manos amoratadas de frío ordeñando vacas, o con los pies descalzos, enterrados en la porqueriza del vasco Azcurra, o cargando quesos que casi le igualaban en peso o tragando la sopa que la mujer del vasco les hacía con la salmuera de los quesos. Los flacuchos ayudantes chillaban más que los chanchos, de tanta sal en los intestinos.

Todo eso hubiese podido rememorarlo con rencor, la garganta apretujada por lo vivido; sin embargo Fernando se reía bajito y decía "pero con Nenucho nos cobramos el maltrato". Y entonces recordaba de cuando para un festejo de Semana Santa, el vasco partió con su mujer hacia el campo de un pariente, con un cerdito recién carneado y dos hormas de queso. A los boyeros, solo sopa de salmuera y fideos con gorgojos. Fue entonces que a Fernando, ante la mirada triste de su hermano, se le antojó que ellos también se merecían un festejo. Se dirigió a la caja de herramientas, sacó la tenaza más grande y rompió el candado del depósito de los quesos. A grandes mordiscones al comienzo, a pequeños bocados a medida que saciaban su hambre y a mínimas miguitas cuando tenían el vientre como pelota de fútbol, trataron de darle fin a la inmensa horma que habían elegido para el banquete. Mordisqueaban y mordisqueaban la pieza de queso, pero, por mucho empeño que pusieran, no había modo de terminarla. Dejarla a medio terminar era imposible porque el castigo llegaría con una lluvia de latigazos. Pues bien, los chanchos también tuvieron festejo de Pascuas.

Cuando Azcurra regresó, comprobó de inmediato el saqueo: fue suficiente con la cadena colgando en el depósito. Pero antes de que blandiera el látigo, los niños estaban parapetados detrás de los árboles, y al grito de "si se acerca le sacamos los ojos a hondazos" le apuntaban con sus armas de rama y elástico y los bolsillos llenos de piedras para lanzar.

Azcurra no se acercó, pero ellos no pudieron quedarse más allí; descalzos como estaban, tuvieron que regresar a la casa materna, a varios kilómetros del tambo del vasco.

Fernando también recordaba con cara de pícaro su escaso paso por la escuela, no por lo que hubiera aprendido sino por las travesuras. Especialmente el juego de las bolitas. Como a él nadie le daba dinero para comprarlas, arremetía a la carrera en el medio de la ronda de jugadores y en el alboroto, de alguna canica se hacía. Al cabo del día ya estaba compitiendo y regresando a su casa con los bolsillos llenos de sus vidriados trofeos.

Ésas eran las historias que más fascinaban a los hijos de Clara y Alba, cada vez que el abuelo relataba su pasado de niño hambriento, pero de espíritu libre y corazón contento. Para los nietos eran aventuras y en cierto modo para el abuelo también, porque terminaba siempre riendo con los niños. Le quedó la costumbre de volcar los fideos en una fuente antes de arrojarlos al agua por el temor a los gorgojos; se le hizo exageración la cantidad de bolitas que regalaba a sus nietos; se le hizo ternura todo el maltrato y la miseria; se las pasó haciéndole cosquillas a la vida, a pesar de que tuvo más de una vez más sal que azúcar, en el devenir de la vida.