Por lo inevitable

27.04.2017

"Tristeza imborrable fue en cambio el festejo de fin de año en la casa de aquellos amigos de Horacio", recordó la anciana.

Para Clara las fiestas habían ido perdiendo sentido desde que su matrimonio empezó a tambalear. Armar el pinito de Navidad era un ritual obligado, casi odioso, que seguía asumiendo por inercia, compromiso familiar o culpa, bien no sabía. De lo que estaba segura era de que la ponía de malhumor. Por eso mismo aceptó a regañadientes despedir el año con los amigos de su marido, poco apreciados por ella.

Varias veces había insistido Horacio. "Cuando lo hacía era como canilla que gotea", rió la anciana. Por días y días había argumentado en torno a lo que él asumía como compromiso ineludible: "siempre lo pasamos en lo de tus padres o los míos"; "son amigos de toda la vida"; "van todos mis amigos"; "no vamos a esperar a ser viejos y no podamos tragar ni el agua"; "a los chicos les encanta jugar con los chicos del Oso". Para todo eso Clara tenía una respuesta, que prefería no emitir: "serán amigos de toda tu vida pero no de la mía"; "si van todos será peor aún de lo que puedo llegar a imaginar"; "a los chicos, el hijo salvaje del Oso, le ha hecho piquete de ojo o un chichón en la cabeza cada vez que han intentado jugar juntos".

Calló y de ese modo aceptó implícitamente, o perdió explícitamente. A las diez de la noche estaban en la quinta del Oso, quien llevaba orgulloso el sobrenombre en un cuerpo gigantesco, brazos de levantador de pesas, pelos hasta en las orejas y cuando reía parecía con ataque de convulsiones: enrojecía, tosía y se ahogaba. El Oso, gesticulaba, gritaba, hacía bromas, casi todo al mismo tiempo. Facundo, el hijo del Oso, era también corpulento e hiperactivo. Celeste cerraba los ojos cada vez que el niño se le acercaba y más tarde, o de inmediato, concluía llorando. Esteban parecía ilusionarse con la posibilidad de jugar con él, porque con su estilo sociable lo invitaba con un "vamos a jugar a la luchita, ¿querés?". Las fuerzas eran desparejas, las consecuencias también. Al cabo de media hora había que colocar curitas o hielo, casi siempre en alguna parte de la humanidad de Esteban. El único que se salvaba era Ismael; era muy pequeño y pasaba la mayor parte del tiempo en su coche.

Más allá de la insistencia de Horacio, Clara sintió que había accedido porque debían ir a recibir el año nuevo con los amigos de su marido, a pesar de las resultados que ella ya conocía. Todo transcurrió dentro de lo esperable, hasta que un rato antes de la medianoche el Oso se levantó de la mesa, armada en el parque de su quinta, entró a la casa y regresó con una pirotecnia que parecía fabricada para su tamaño. Colocó en una de las botellas vacías un cohete gordo y largo, pero de mecha corta. Entre carcajadas y explicaciones sobre la velocidad del cohete que le había costado una fortuna, lo encendió y se alejó unos pasos. A Clara le corrió un escalofrío por todo el cuerpo y apretujó a sus hijos contra sus piernas, en el mismo momento en el que el Oso, contrariado porque su adquisición no reaccionaba, se acercó nuevamente a la botella y cayó en medio del estruendo casi seco del cohete, que giró en la botella y salió expulsado a la velocidad de un rayo, directo a su pecho. Algunos corrieron hacia el herido, quien yacía extendido boca arriba, sobre el césped, con el cohete incrustado y chicharreando en su tórax, exactamente a la altura del corazón. Otros, corrían por el parque, en diferentes rumbos, chocándose entre sí, gritando y llorando. La esposa del Oso fue la única que se levantó de su silla, se dirigió al teléfono y llamó a la ambulancia. Luego regresó, se sentó y se quedó mirando el vacío. Clara intentó abrazarla y ella cortó su avance con un "todos sabíamos que esto iba a ocurrir algún día".

El fin de año entre amigos dejó de existir. Es más, el grupo de la noche trágica, por mucho tiempo se evitó. Todos parecían avergonzados de reunirse sin el Oso. Tal vez culposos por no haber impedido el lanzamiento del fatídico misil. Muchos de ellos se negaron y le negaron a sus hijos el uso de la pirotecnia de por vida.