Para enfermar

03.05.2017

Al levantar la vista del tejido, Clara vio que llegaba una camioneta a la tranquera de la estancia El descanso, a unos doscientos metros más abajo de su casa y pensó: "¿qué será del viejo Morrison? ¡Ése sí que sabe de fantasmas!"

Enrique Morrison era el único heredero de la estancia y allí vivía solo, atendido por los pocos empleados que aceptaban trabajar para el "loco Morrison", como lo llamaban en el pueblo. Había tenido esposa e hijo, pero ya hacía varios años que habían huido de la estancia como "si los llevara el diablo" o "escapándole al demonio", como decían los empleados de la estancia.

Los Morrison, parecían portadores de un estigma macabro. Para los más viejos del pueblo, en más de una oportunidad miembros de la peonada o la servidumbre de la estancia, el patrón no podía escapar al pacto con el diablo que había perseguido a su bisabuelo desde muy lejos.

Don Wilfred , no había sido un típico caballerito inglés, sino un aventurero insaciable que había vivido en el Oriente, sumido en prácticas esotéricas que fueron devorando su alma. Su familia, desesperada por el desprestigio social que les causaba la oveja negra, lo rescató de los confines asiáticos, lo puso en un barco que lo transportara a confines menos impuros, no sin antes casarlo con una jovencita de buena familia, que desconocía el pasado del lánguido Wilfred.

Así fue que el primer Morrison llegó a tierras argentinas. En aquellos tiempos no existía el pueblo; todo el lugar era una serranía regada de espinillos. Como era costumbre en esa época, bastó que don Wilfred dijera "de acá hasta acá es mío" para que toda la extensión que alcanzó a cabalgar fuera de su propiedad. Mientras su esposa departía con la alta sociedad que se iba conformando en la gran ciudad, él trabajaba de sol a sol, junto a la peonada que logró reunir, para el desmonte y construcción de una casa señorial, imponente, con pérgolas, glorietas, fuentes y hasta una pileta de natación, como las que había conocido en sus viajes.

Ocupado en la faena de construir, sembrar y cosechar y seducido por la rara aventura de ser esposo, al menos por cinco años, a su alma no llegaron los tormentos de su vida en Asia.

Una vez terminada la construcción, hizo levantar en la entrada un arco de piedra en el que versaba en letras de cemento: El descanso. Viajó a buscar a su esposa y se instaló con ella y un buen número de sirvientes en la estancia.

Probablemente don Wilfred imaginó que el lugar sería su descanso, pero su espíritu estaba atormentado y no pudo liberarse de los fantasmas. Comenzó a encerrarse en un recinto que él llamaba refugio y que su esposa creyó biblioteca. La construcción, una torre sin ventanas, estaba a unos trescientos metros de la casona. Nadie accedía a su interior. Morrison le tenía prohibida la entrada hasta a la servidumbre. Al cabo de dos años, él ya no se interesaba por la siembra ni la cosecha; ni siquiera Daniel, su pequeño hijo, captaba su atención. De la supuesta biblioteca se empezaron a escuchar gritos espeluznantes; frente al enorme portal de la torre se percibían olores desagradables y hasta se afirmó que se veían figuras macabras moverse por el campo. Un buen día, como el atormentado hacía cinco días que no salía de su refugio, su mujer mandó forzar la puerta. Wilfred, totalmente desnudo, yacía sobre una mesa, boca arriba y con los ojos abiertos, de los labios, entre negros y morado, brotaba una espuma cuajada que le bajaba hasta el cuello. En el recinto había frascos con hierbas y líquidos desconocidos; de unos tirantes de madera colgaban animales destripados y naranjas con pelos y plumas; cruces invertidas; libros con manchas de sangre y otras cosas que Cecilia no alcanzó a ver porque se desmayó.

Nunca se supo bien de qué murió Wilfred Morrison. Su esposa abandonó la estancia y regresó a la ciudad. Recién cuando Enrique Morrison, el hijo de Daniel, tenía como veinticinco años, la estancia volvió a ser habitada. Mandó a demoler la torre y a construir una capilla en ese lugar. La estancia era menos imponente porque su abuela había donado la mitad de la propiedad para la construcción de la villa, que después crecería hasta la categoría de pueblo. Pero el alma de la estancia no parecía lograr la paz. Al cabo de un tiempo, el último de los Morrison, si bien no se dedicaba a ninguna práctica maléfica, se encerraba en su habitación y allí se quedaba a oscuras durante días enteros, sin comer. Cuando salía, nadie podía soportar su humor y terminó quedándose solo, atendido por unos pocos empleados que no vivían en la estancia sino en el pueblo. "Por eso debe ser que me sorprende que alguien visite al viejo Morrison", dijo Clara, mientras miraba la camioneta, perdiéndose debajo de la arboleda que bordeaba la larga entrada a la finca.