Otra vez

13.07.2018

"Éste es tu momento de gloria", le había dicho el entrenador y ahí estaba él, acomodando el balón frente a un arquero que bailoteaba nervioso en el centro del arco. ¡Cómo hubiese querido saber hacia qué ángulo se inclinaría cuando él lanzara la pelota en busca del gol!... el último penal, el que definía el pase a semifinales o el regreso a casa.

En esos segundos en los que se espera el silbato del árbitro uno puede repasar toda una vida... y eso fue lo que hizo el jugador de la esperanza. A su cabeza acudió su madre diciendo: "otra vez". ¿A cuántos de esos "otra vez" le vio la mueca, con la cabeza gacha? Su madre nunca aprobó que él se dedicara al fútbol. Ella quería un ingeniero en la familia, o un doctor, o un farmacéutico, alguien con título. "Por culpa de mi hermano que abandonó la escuela en Primer Año de la Secundaria", pensó al tiempo que apisonaba la tierra alrededor del punto de penal.

La idea del título universitario no le había disgustado, hasta que cumplió catorce años. "Casi como que tuviste la culpa" o algo parecido es lo que le dijo a su madre a esa edad. Es que cuando iba por la mitad de Tercer Grado, la maestra había aconsejado alguna actividad de descarga para ese niño que era una anguila en su banco, y así empezó a jugar al fútbol dos veces por semana en el club del barrio. Más quieto en la escuela no fue, pero si se portaba mal le suspendían las prácticas en el club... y él había empezado a tener un amor secreto con el fútbol, así que ponía mucho empeño en no merecer el castigo.

Eso, hasta los catorce el fútbol era su novia. Nadie sabía cuánto le gustaban los partidos de cada mes, ni lo maravillado que estaba con los pases que estaba aprendiendo, ni de las horas extras de entrenamiento, ni de las anotaciones de las jugadas que espiaba adentro del libro de Lengua. "Pero yo estudiaba", se justificó, como si su madre estuviera ahí y él tuviera todavía catorce años. A esa edad la novia ya no podía permanecer en secreto. El entrenador fue a su casa a comunicarles lo que a sus padres les quitó el sueño por un mes: "El chico es bueno y vinieron de la Capital a verlo. Quieren probarlo". Su padre sonrió, secretamente feliz. Su madre, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, preguntó: "¿probarlo para qué?".

"¿Qué hubiera sido de él si su papá no se hubiera impuesto?". Al jugador se le empañaron los ojos ante el recuerdo de su padre, el primero en desgañitarse con cada uno de sus goles. "Hasta Primera no paro, papá", le había dicho en una de las pocas charlas, casi susurradas porque la madre se ponía mal si los escuchaba. Ella conservaba la esperanza de que algo cambiara en ese "capricho".

El capricho se convirtió en profesión, justo cuando terminaba la Escuela Secundaria. "Éste es el único título que verás de mi parte", le dijo a su madre, y supuso que ella se convencería. Ya lo probaban en Primera y, de hecho, la escuela iba en paralelo con los entrenamientos. El orgullo, a ella no le llegó nunca. Por el contrario, trasladó la negación del "capricho" al reproche: "¿otra vez vas a faltar para el cumpleaños de tu madre?". Y él había minimizado esos embates, hasta que el "otra vez" fue por la muerte de su padre. Ése dolió aunque no fuera pronunciado y él llegara justo para el entierro. Flotaba en el aire y le pinchó el corazón por mucho tiempo.

Luego vino la novia, el casamiento y el primer hijo. Los "otra vez" de su madre se espaciaron casi hasta desaparecer. Pero ahora, faltaban solo unos días para el nacimiento de su segundo hijo y si pasaban a semifinales, él no estaría para el momento del parto.

Aunque su esposa lo apoyaba y le había dicho que todo andaría bien; que el embarazo venía de diez; que no se podía perder la oportunidad de jugar en la Selección; que el bebé lo esperaría para regalarle un llanto, pero no de reproche sino de bienvenida, él seguía sintiendo el reclamo de su madre... "Otra vez", suspiró antes de que terminara el largo silbato del árbitro. Levantó la cabeza y pateó.