Nada fácil de aceptar

31.03.2017

Malditos doce años que ponían más en evidencia sus piernas chuecas, la llenaban de vellos, le hacían crecer los pechos contra unas costillas marcadas, le alargaban su desgarbada figura, le forjaban el odio a sus rulos indomables. "Andá a peinarte, parecés loro muerto a escobazos", recalcaba Teresa.

Sentada en la reposera y con la mirada perdida en los cerros que se perfilaban en el horizonte, Clara sonrió ante el recuerdo. "Y ahora, ¡cómo quisiera tener la cabeza como loro muerto a escobazos y no estos cuatro pelos locos, y sobre todo, cómo quisiera tenerte acá diciéndomelo, viejita!", pensó nostálgica y volvió al repaso de aquel presentimiento.

En realidad había empezado con una simple composición escolar. Clara creía haber escrito la historia más creativa cuando la maestra de sexto grado pidió una redacción libre. Quiso que se pareciera a alguna de las historias de su madre, mezcla de realidad y fantasía. Estaba segura de haberlo logrado cuando le escribió a su prima predilecta:

Mi querida Nilda, hoy nos enteramos de la triste noticia. La muerte de tu papá nos hizo llorar a todos. El tío Quico siempre nos hizo reír con sus chistes. Me imagino cómo estarás de triste. Yo tengo ganas de abrazarte pero no puedo ir a verte hasta que termine la escuela. Un beso grande.

Clara

Leyó y releyó cada palabra antes de entregar su composición. No quería caer en repeticiones, ni errores de ortografía, así que buscó todas las palabras en el diccionario, hasta que logró lo que imaginó una redacción perfecta.

Se acercó a su maestra, emocionada. Casi nunca era decisión de ella aproximarse al escritorio de la señorita Chichí. Por su timidez se hacía más chiquita y más delgadita, con la esperanza de que se olvidaran de ella. Pero esta vez se levantó, casi con orgullo. La maestra leyó su composición en silencio y le dijo que era muy breve, pero que estaba bien y agregó con voz cálida y ojos de cordero degollado: "mi más sentido pésame, Schafer".

Fue cuando supo que no se trataba sólo de una redacción inocente. Con su escrito había hecho una brujería y su tío moriría por su culpa. Regresó apurada a su casa, entró a la cocina corriendo y le preguntó ansiosa a su madre si toda la familia estaba bien. Teresa pensó que se trataba de alguna de esas ocurrencias religiosas que tenía Clara y le contestó entre risas "sí Clara, no hace falta que recés por nadie, andá a tomar la leche".

Hizo falta que rezara. Esa misma noche llegó el mayor de los hermanos de Nilda, con los ojos inflados por el llanto. Avisaba que su papá se había caído del colectivo en marcha, al regresar de su trabajo, y había golpeado su cabeza contra el cordón de la vereda. Cuando la ambulancia llegó al hospital, ya había muerto por la conmoción cerebral.

Clara lloró sin consuelo por horas. No alcanzaron los tecitos de tilo para calmarla. Su padre se quedó junto a su cama, rascándole la cabeza como cuando era muy pequeña y caía en fiebres interminables, hasta que se quedó dormida. A la mañana siguiente, durante el velatorio, trató de no encontrarse con Nilda. No sabía cómo enfrentarla, cómo decirle que por su culpa ella se quedaba sin papá.

El velatorio era en la casa de sus tíos, así que no le resultó difícil escabullirse hasta un rincón del patio, entre el huerto y el gallinero. Lo que no pudo lograr fue convertirse en invisible. Su madre la había obligado a ponerse la remera nueva, de color coral con hilos plateados, un indecente semáforo entre tanta gente vestida de negro. Su escondite le duró poco. La primera en llegar hasta allí fue su prima María Elena, la que asumiría más tarde las riendas de la familia porque tía Clotilde no sabía cómo. Con su acostumbrada dulzura, su prima trató de devolverla al velatorio. Clara, se negó con tercos y repetidos movimientos de cabeza y su prima finalmente se alejó, pero le envió a Nilda de emisaria.

Con su prima al lado, sólo pudo abrazarse a ella y emitir unos sollozos secos, ahogados. ¡Nilda la consolaba! Eso le resultó vergonzoso, inmerecido. Era tanto el bochorno y la culpa que tironeó del brazo de su prima hasta muy cerca del féretro. Allí, Clara quedó bien expuesta, con su remera semáforo cual ofensa explícita. Ella asumió esa vestimenta con sumisión, como cumpliendo un merecido castigo.

Fue mucho tiempo después que comprendió que su madre no había buscado castigarla por nada, sino que la vestía como se vestía ella misma. Fue mucho tiempo después que comprendió que ella no tenía la culpa de la muerte de su tío, que no había influido con ningún maleficio. También mucho tiempo después empezó a asumir que algunas personas pueden percibir hechos que aún no han ocurrido.