Muy locas

09.04.2017

En el repaso de los alcohólicos de la familia, tía Masha batía el record. "¡Como para olvidarla!", rió Clara con un movimiento de hombros, mientras retomaba el tejido. Era la cuñada de Teresa, esposa de su hermano mayor, Julio. Las fiestas en la casa de tía Masha tenían esa mezcla de sal y azúcar que tiene la vida. De pequeña, Clara había participado con alegría de las multitudinarias comilonas, seguidas de baile en lo de su tía, quien en realidad había nacido en Argentina y se llamaba María, pero todos la llamaban en ruso, Masha. Así lo había impuesto don Vasilievi, cuyo apellido real era Vasiliev, hasta que lo rebautizaron en esta tierra de "negros" como llamaba él a los argentinos, contra los que despotricaba con todas sus fuerzas cada vez que se emborrachaba. Si insultaba borracho antes de llegar a Argentina nadie podía saberlo, del pasado en la patria lejana no hablaban ni él, ni su sufrida mujer, ni las dos hijas rusas. Las otras dos hijas habían nacido en Argentina y no participaban de esos recuerdos y hasta eran cacheteadas si hablaban en ruso. "Contradicciones de estos rusitos. Hablan sólo en su idioma y después quieren que sus hijas hablen en criollo", decía Julio. En dos cuestiones eran coherentes todos los "rusitos". Cada vez que nevaba, mientras los "negros" se quejaban del frío, la humedad y las cañerías congeladas, ellos envolvían sus pies en varias capas de trapos y una de plástico y salían a bailar sobre la nieve. Como la nieve acumulada era poca, terminaban embarrados hasta el pelo, pero seguían así por horas. La otra cuestión que los unía, como algo genético, era el alcoholismo. Masha y sus hermanas eran bellísimas, de cabellos dorados y ojos color cielo despejado, pero esos mismos ojos se les convertían en canicas de vidrio, sin gobierno en sus cuencas, a la hora de los postres.

Clara recordaba esas épocas de un modo ambivalente. Cuando niña, había disfrutado de esas reuniones. Jugar con su hermana, sus primos y los primos de los primos era muy divertido. Buscar el rincón más estratégico en el barrio cuando se jugaba a las escondidas, o el correteo en el juego de la mancha provocaba la hilaridad fácil, el entretenimiento sencillo. De adolescente, en cambio, sólo podía recordar el fastidio que le provocaba el aliento a vino barato en la boca de su tía. Sus primos y los primos de sus primos ya no jugaban, sino que se quedaban sentados, enjuiciando con su mirada a sus respectivas madres, las cuatro Vasilievi, que se convertían en hienas al ataque después de la tercera copa. Cuando en el tocadiscos los Wawancó le cedían el lugar al Trío los Panchos, la alegría se transformaba en melancolía. Era el momento en que todos debían abocarse a separar a Masha y su hermana Tanya, quienes se peleaban por lo que una le había dicho al marido de la otra, o porque alguna de ellas no había reprendido a su hijo cuando había tirado un vaso al suelo, o por cualquier estupidez de la que se podían agarrar para dar riendas sueltas a las consecuencias del alcohol. La cólera por un vaso roto terminaba en todos los vasos, botellas y platos destrozados en el piso.

Por supuesto cuando Tanya se arrojó debajo del tren, incapaz de asumir la separación que le había anunciado su marido, Masha fue quien más la lloró y la primera en querer sacarle los ojos a Oscar, el marido que fue viudo horas antes de llegar a la categoría de ex.

En qué momento tía Masha había cambiado el vino por la limonada, Clara no podía recordarlo, pero seguro el motivo había sido contundente. Tal vez recibió la misma amenaza que llevó a Tanya al suicidio.