Lo indisociable
"Divertirse es otra cosa", pensó la anciana y se dibujaron en sus recuerdos los amigos más alegres de sus padres: don Benito y doña Esperanza. Y no es que no tuvieran tristezas para contar. En España abandonaron hasta el peine, cuando la guerra civil les había incrustado en el alma el miedo a terminar enterrados en una barranca, en la que Benito perdió a un hermano y varios amigos, y Esperanza podía contar por decenas los primos que no vio nunca más. La guerra ni siquiera se había instalado donde ellos vivían, pero el terror que había generado la devastación represora, parecía que acabaría con el pueblo entero. Benito, por sus ideas políticas sabía que era cuestión de tiempo, o iba preso o era asesinado. Así fue que se subieron al primer barco que pudieron pagar, con un niño en brazos de Benito y el otro en el vientre de Esperanza. Allá, lejos, habían quedado la casa, la tierra, los afectos. En la nueva patria aprendieron a manejar la cuchara de albañil, la mezcla y el piolín, ambos, codo a codo en el oficio de la construcción. En el tiempo libre levantaban su propia casa. Ella, quien tenía antepasados nobles, era fina, alta, espigada, de modales y lenguaje cultos. Él, bajito, regordete, de gestos inquietos y toscos, gritaba enrojecido cada vez que defendía sus convicciones socialistas extremas. Cualquiera hubiera dicho ¿qué los unió a estos dos? Pero bastaba escuchar a Esperanza para comprender el respeto y el amor que profesaba por su marido. Benito, a su vez acataba sin chistar todas las decisiones inteligentes de su mujer; "excepto una vez", concluyó Clara, al recordar cuando don Benito se empecinó en comprar una motocicleta y doña Esperanza frunció el ceño. El día que Benito tuvo la moto frente a su casa, se subió y sin pensarlo la puso en marcha. La motocicleta salió disparada y él, con la cara tirante por efecto del envión, agarró viaje y terminó girando en la esquina. Esperanza comenzaba a inquietarse, cuando su marido apareció por la otra esquina a los gritos. "¡Esperanza, pregúntale a ese tío cómo detengo a esta endemoniada!" y pasó delante de su mujer y volvió a girar en la otra esquina. Preguntarle "a ese tío", sin teléfono, implicaba caminar dos cuadras hasta donde vivía el vendedor de la Gilera. Para cuando la pobre mujer volvía, la lengua afuera y el vendedor trotando a su lado, a la motocicleta ya se le había acabado el combustible. Muerto de risa, Benito le dijo: "venga mujer, que es como un caballo cartujano. Sólo hay que esperar a que se canse".
Esperanza comía sandía separando las semillas de la pulpa con cuchillo y tenedor. Benito la mordisqueaba haciendo chasquidos y escupiendo las semillas sobre el plato. Esperanza reía tapándose la boca. A Benito se le escuchaba a treinta metros cada vez que soltaba la carcajada. Eran diferentes y se sabían diferentes. En la diferencia se respetaban. Él decía de su mujer "las manos de mi Esperanza son mariposas de verano". Ella decía de su marido "tiene la fuerza de un toro y el corazón de un mirlo". En la casa de Esperanza y Benito, la risa y las lágrimas se aceptaban como caras y contracaras de una misma moneda.
Muy poco hablaban de lo ocurrido en su terruño, de sus muertos y sus miedos, pero la primera vez que fueron a un rincón perdido en las sierras, se emocionaron como nunca, al recordar los paisajes de su país y entonces sí relataron algo del horror que se había desatado "allá lejos". Para no caer preso y casi seguramente ser ejecutado de espaldas a una zanja, Benito había vivido más de tres de meses en un hueco hecho en el sótano de una finca alejada del pueblo, como un topo, comiendo raíces y algunas "patatas" que de tanto en tanto podían hacerle llegar. Con mensajes que un amigo llevaba de noche, Esperanza le hizo saber de la decisión de huir: "no me contradigas. Nos vamos". Ella simuló una visita a una tía enferma y así fue la primera en escapar, con un niño que apenas si podía seguirla al trotecito y un embarazo de seis meses. Dos días después, se unían a Benito, quien con varios kilos menos, los esperaba, escondido en una iglesia. Vendría luego un largo deambular hasta el puerto más seguro. "¡Qué me dices Fernando, me ves a mí en un templo! Pero venga, que ese sacerdote era más socialista que yo", exclamaba Benito muy divertido, cada vez que recordaba lo ocurrido. A lo que su mujer agregaba: "sacerdote al que le agradeceré toda la vida que cuidara de mi Benito".
"Todavía hoy me fascina el recuerdo de ese
amor", pensó Clara.