Las voces de la oscuridad

05.05.2020

El sufrimiento tiene sus límites,

El miedo no.

Arthur Koestler


Ya me duelen hasta las uñas tratando de deshacerme de esta inmovilidad. ¡Cómo quisiera recordar qué pasó! ¿Cómo llegué aquí? Digo aquí y no sé qué significa. Tengo algo que me impide ver y no sé por qué; tengo las manos y los pies amarrados a lo que parece una cama. Tampoco sé por qué de mi boca no sale ningún sonido, ni por qué no me puedo mover.

Sólo siento mis pies y mis manos. Los siento pero no los puedo mover.

Me doy cuenta que estoy acostado sobre una sábana porque ya me la han cambiado varias veces. Es desagradable el roce de las sábanas de arriba sobre los dedos de mis pies. Al cabo de un rato parece una puerta de algarrobo aplastándome.

Será mejor que me dedique a descifrar lo que escucho.

¿Cuánto hace que tomé conciencia de este estado? No lo sé. Seguramente he convertido las horas en semanas y las semanas en meses. ¿Habré tenido un accidente y el shock me impide recordarlo? En todo caso estoy vivo. Eso ya es una comprobación.

Vuelvo a lo que escucho.

El zorzal que canta todas las mañanas. Es un zorzal, estoy seguro. Me recuerda al que mi madre tenía encerrado en una jaula; el pobre se desquitaba despertándonos cada mañana con sus trinos. El que viene aquí parece más feliz. No debe estar en jaula porque canta solo por las mañanas.

Sé que es durante la mañana porque la mujer que entra a cambiarme las sábanas suelta un "buen día", chillón pero dulce. Me gustaría que me dijera: "buen día, hoy es lunes o martes...o cualquier otra pista temporal". ¿Será primavera o verano? Invierno seguro que no, porque no parece que me hayan puesto frazada sobre la sábana.

Pero me estoy yendo de lo que escucho. Debo confiar en mis oídos.

Además del zorzal escucho autos circulando. Se los escucha lejos y a intervalos irregulares. Debe ser una ruta. Puedo oír el agarre de los neumáticos al cemento. Si hubiera contado las veces en las que esos sonidos se hacen menos frecuentes tal vez podría calcular la división entre las noches y los días que llevo despierto... Despierto no sería un término adecuado porque duermo mucho y no sé cuánto habrá transcurrido antes de que volviera a la conciencia. ¡Eso es! Mi estado se divide entre conciencia, sopor y sueño. El sopor lo tengo en varios momentos del día, pero principalmente cuando me ponen esa inyección. Lo extraño es que sé que me inyectan algo porque la de voz chillona y la otra de la vocecita insegura, siempre lo anuncian con un "vamos a pinchar un poquito" o "tranquilo que no duele". El de la voz masculina sólo dice "ya está", seguramente después de haberme inyectado. También está el de los zapatos que resoplan.

Ése no habla, pero sus zapatos son inconfundibles; la suela debe estar despegada o quebrada en algún punto porque resuena a fuelle. Ése entra, se mueve de un lado a otro, me hinca la uña en los dedos de los pies justo cuando empiezo a sentirlos y se va. Tal vez me toca otras partes de mi cuerpo, pero como parece que he perdido la sensibilidad en algunas zonas, no me doy cuenta. ¿Será que no recuperaré nunca más la movilidad de mis piernas? ¿Y la cara por qué la tengo tapada? ¡Estaré desfigurado!

Acabo de caer en la cuenta de que no ha venido mi familia. ¿Será que no la dejan? ¿Será que fui abandonado a mi suerte? ¿Será que nadie sabe que estoy aquí? ¿Cómo se llamaba esa película en la que el tipo queda años, tirado en un hospital porque no sabe ni quién es ni dónde vive. Pero eso sí lo sé: Me llamo Roque Saldivar; tengo 47 años, una esposa y dos hijos que me adoran. Vivo en la calle Ayachucho al mil trescientos y dirijo una de las sucursales de la Peugeot. ¡No puedo recordar por qué estoy aquí, pero todo eso lo sé! Nadie me ha preguntado nada... o ¿no lo recuerdo?

No te distraigas Roque. No entres en pánico. Hay que pensar solo en lo que se escucha. Ahí está la clave.

Hay una puerta que rechina, como si a las bisagras les faltara aceite. Cada vez que chilla oigo voces, pero no alcanzo a enterarme qué dicen. La puerta debe estar al fondo de un largo pasillo y yo en el otro extremo, al fondo de una habitación. Todo suena lejos, menos el zorzal. Pero todo eso no me explica nada.

Se fueron las voces. No rechina la puerta.

¿Cuánto pasó desde que no los escucho? Por pensar en lo que escucho no presté atención a lo que ya no oigo. El zorzal ya cantó dos veces. Siento mi boca reseca y la garganta agria. Tengo hambre y un millón de hormigas en mis piernas, como cuando me dan calambres. ¡Por favor, alguien que friccione mis piernas! ¿Eso fue un grito que salió de mi garganta? ¡Puedo hablar! ¡Desátenme las manos! ¡Me pica la nuca y la cara! ¡Sáquenme esto que me envuelve la cara! ¡No se dan cuenta que puedo hablar!

¿Alguien gritó "ya lo liberamos"? ¿Y ese tropel? Suena a vacas empujándose en un brete.

Las voces se superponen mientras me desatan pies y manos. A pesar de la multiplicación de ruidos, puedo escuchar nítidamente que alguien me sujeta de los hombros y me dice "tranquilo, ya lo rescatamos". Luego da órdenes: ¡sáquenle la máscara! ¡Despacio, que lleva diez días inmóvil en esta pocilga! ¡Doctor, venga por favor que tiene pinchazos en brazos y piernas! ¿Podemos sacarle el suero? ¡Hijos de puta, lo han alimentado a suero y le han inhibido la conciencia y los movimientos a puro pinchazo! ¡Qué los parió, los secuestros extorsivos ya no tienen límites!


Publicado en

Demonios humanos, cuentos y relatos breves.
ISBN 978-987-3900-17-4