La vida partida

25.04.2017

"Parece que las tristezas refuerzan el carácter", reflexionó Clara y al recuerdo acudió el bisabuelo de Isolda, su amiga y confidente de muchas etapas difíciles de su vida.

Al francés, como le decía todo el mundo a don Felipe Murat, le habían partido la vida en dos, literalmente. Ambas partes con sobrecarga de tristezas, que él toreaba con habilidad de matador de corridas valencianas, pero que le habían opacado el ánimo en más de una circunstancia.

El francés llegó a esta tierra merveilluese, como otros tantos europeos, desertándole a una guerra que no entendía, que no quería, que le había cambiado todos los proyectos, todos los paisajes.

Felipe, cuando aún era Philippe, había trabajado en la cocina de un hotel en plena montaña de su país, con más meses nevados que soleados. Ante la amenaza de la guerra emigró a las prometedoras tierras argentinas, donde un amigo suyo había logrado un trabajo sencillo, pero con promesa de vida pacífica. Con más ilusiones que dinero, cambió sin pesar el paisaje nevado por las calles empedradas de una ciudad con cierto aire francés. Conoció a Irene, una bella irlandesa que lo sedujo con su cabellera rojiza y sus ojos cóctel de colores, pero principalmente por su aspecto frágil, etéreo. Con ella se casó y formó una hermosa familia con tres niños rojizos, pecosos y traviesos. La fragilidad de la señora, con la crianza de los niños se convirtió en debilitamiento, la pobre vivía más en la cama que conectada con el mundo. Philippe, devenido en Felipe, tuvo que hacerse cargo de su familia y su trabajo. El largo tratamiento de su mujer y la necesidad de una empleada que se ocupara de los niños, lo empobrecieron casi al extremo de la miseria. Cuando Irene murió, lleno de privaciones y postergaciones logró educar a sus hijos hasta la adolescencia, cuando decidió buscar nuevos horizontes en el interior del país, entusiasmado por el empuje de su nueva mujer, María, una criolla aparentemente fuerte y decidida. Los hijos quedaron en la gran ciudad y él se trasladó a una más pequeña, con paisajes más cercanos a sus lejanas montañas nevadas y donde pudo elaborar sus croissants y sus baguettes, como lo había hecho en su patria. Todo marchó sobre rieles hasta que una débacle económica y la muerte súbita del tercero de los hijos que tuvo con María, le volvieron a ennegrecer el horizonte al pobre francés, pero sobre todo a su esposa, quien cayó en una enfermedad desconocida, sin síntomas, sin diagnóstico, pero que la consumió de a poco. Él le vio otra vez la cara a la miseria y la muerte.

María murió en una ciudad lejana, donde le habían prometido un tratamiento salvador. Recién tres años después de haber recibido la noticia, Felipe pudo emperifollar a sus niños y emprender un largo viaje en tren para buscar los huesos de María. Ni eso tuvo, porque ante la falta de pago de las cuotas del nicho en el que extraños habían sepultado a su mujer, la pobre había ido a parar a una fosa común. Un ramito de flores silvestres, sobre la sepultura colectiva fue el recuerdo que esos niños tuvieron de su mamá muerta.

Cada vez que relataba la historia de vida de su bisabuelo, a Isolda le flotaban lágrimas en los ojos, aunque ella apenas si podía recordar a su abuelo Pedro, el hijo mayor de Felipe y María.

Don Felipe Murat había tenido más sinsabores que alegrías en su transcurrir y quizás por eso mismo, solo crió y educó a su segunda camada de hijos, pero había transformado en humor lo que le podría haber agriado el carácter. De sus tres últimos descendientes, Pedro era el que más se le parecía. Remataba las contingencias de la vida con un chiste, una historia graciosa, una frase tranquilizadora. Eso sí, tantos años de tener los hermanitos a cargo le habían agudizado, sensibilizado, el sentido de la responsabilidad y cuando se casó y tuvo sus propios hijos, los vigiló con ojos de águila y empeño de gallina. "Ni se les ocurra volver tarde porque aquí sentado los estaré esperando", repetía cada vez que sus hijos, ya adolescentes, iban a bailar, y los esperaba sentado a la mesa, con un cafecito humeante y esta frase: "llegaron, qué suerte, están fresquitos como para lavar los platos de anoche".