La Venus

19.12.2017

Tía Marciana se metía al mar siempre desnuda y desataba los comentarios familiares: mirála a la loca; no está loca, es bien viva, lo hace para provocar a los hombres; ay por Dios, menos mal que ya no está mamá para verla; ¡dejá de mirar, baboso!; si se pone en pelotas es para que la miren, ¿no?; a mí ya me tiene harta con esos aire de "yo me desnudo y qué"; ¿acaso se cree la Venus del Nilo?; ¡de Milo, pedazo de bruto!; ¿de Milo?, ¿quién era Milo? Casi siempre los mismos enojos y las mismas bromas.

Mientras la familia, reunida en la playa como cada verano desde que los abuelos construyeron la casa, discutía sobre el comportamiento de Marciana, ella desanudaba con movimiento lento el lazo de su pelo y se quedaba mirando la espuma que subía y bajaba de sus pies. Los destellos del sol chocaban contra el agua y se convertían en un halo mágico para el cuerpo de la Venus, ajeno de oídos, ojos y alma a los comentarios. Contemplaba largo rato las olas que subían y se alejaban. Lo único que se movía en ella era su pelo ondeado que rozaba sus muslos con cada ráfaga de viento. Luego, levantaba los brazos al cielo, como en un ritual de oración a quién sabe qué y caminaba lentamente hacia el mar, hasta que lo único que veíamos flotar era su cabellera. Finalmente salía y así, chorreando agua y con los pelos pegados al cuerpo, desandaba su camino por la escalinata que conducía a la casa.

El ritual de la tía no era lo extraño; lo repetía cada día de cada verano, desde mucho antes de lo que recuerdo. Lo extraño era la reiteración de los comentarios de la familia. Los más pequeños reían y los adolescentes se codeaban cada vez que la tía descendía a la playa. Pero los adultos, hermanas y cuñados de Marciana, tenían los más variados comentarios: estaban los chistosos, los enojones, los moralistas, los filosóficos, los absurdos, los retóricos, los culposos. La cuestión es que la discordia se instalaba, y ya no se podía disfrutar del picnic en la arena. Mientras tanto, tía Marciana se encerraba en su habitación; sólo la abría para recibir el alimento que la cocinera de turno le llevaba o cuando le rogaban que permitiera la limpieza del baño, o el cambio de sábanas y toallas.

También era extraño que nadie supiera el porqué de ese comportamiento o que todos se enredaran en las mismas discusiones durante décadas.

¡El cuerpo desnudo de mi tía despertaba la misma fascinación a los setenta y tantos años como a los treinta! Las carnes flácidas y celulíticas de un cuerpo de barriga y pechos caídos, brazos con colgajos flameantes y papada en el cuello, nos dejaba boquiabiertos cada vez que se aparecía por la escalinata. El resto del año casi nadie preguntaba por ella. La Venus vivía con la mayor de sus hermanas desde que murió la abuela, más o menos por la misma época en la que dicen que empezó a ir al mar desnuda. Cuentan que por ese entonces sus hermanas corrían a envolverla con toallas que ella rechazaba; que la llevaron a psiquiatras de diferentes corrientes y sanadores de las más variadas prácticas; que buscaron dialogar con ella; que suplicantes o amenazantes le pidieron que abandonara su comportamiento escandaloso, provocativo, inmoral, extraño, estúpido (según quién le hablara). Ella los miraba con ojos fijos pero inexpresivos, los empujaba fuera de su habitación, le ponía traba a la puerta y allí se quedaba con sus libros. Finalmente tía Azucena dijo: basta, me la llevo a casa. Sola no puede vivir. Tía Marciana solo respondió: quiero dos cerrojos en la puerta de mi dormitorio.

El resto de la familia disimulaba su culpa comprándole libros, que ella recibía con una sonrisa. El problema se suscitaba cada verano. Tía Azucena buscó una solución salomónica: nos quedamos en la ciudad; vayan ustedes a la playa. Fue inútil, tuvo que llevarla; amenazaba con prenderle fuego a la habitación. Listo, vendrá cada verano y todos nos acostumbraremos a lo que hace, dijo mi madre. El mundo está lleno de locos que hacen rarezas peores; por suerte la casa está lejos de la civilización, nadie más que nosotros la verá, dijo mi padre. Y así se hizo.

Nuestra Venus murió hace unos años, en un verano en el que no bajó a la playa. Todos corrimos desesperados a ver qué pasaba. Supimos que no bajaría nunca más: la puerta no tenía cerrojo y ella estaba desnuda sobre su cama, con el pelo suelto, como en la playa. Por la ventana, con cada movimiento de la cortina, entraban unos rayos de luz que creaban alrededor de su cuerpo el mismo hechizo que nos invadía cuando bajaba por la escalinata.

Por varios veranos nadie quiso ir a la casa de la playa. Con mis primos lo intentamos, pero no nos unía la misma magia. Este verano vamos todos: se hará un sorteo para elegir quién hará de Venus.