La tía Cachada
A tía Vilma le decíamos la tía Cachada. Era tía de mi madre, lo que resultaba sorprendente por la diferencia de estatura: la tía le pasaba como dos cabezas en altura y una cadera en anchura. La falda, tan larga como acampanada, le nacía justo debajo del corpiño, por encima de blusas siempre iguales: blancas y abotonadas hasta la garganta. Invierno y verano se bañaba todos los días; se esparcía una colonia de rosas que cortaba la respiración y ajustaba su cabellera en un rodete liso como los fideos que amasaba todos los domingos.
Le decíamos Cachada (a escondidas y entre los primos) porque toda su vajilla estaba averiada en algún rincón: tazas azules, verdes y marrones; platos con dibujos de flores, frutas o bailarinas en un jardín; bandeja de lata y jarra con forma de pato picudo... todo, todo con alguna saltadura o abollón. Las señoras ricas compensaban la blancura extra en las sábanas con vajilla averiada. Tía Vilma había recibido los premios con sonrisa de medialuna y un sinnúmero de bendiciones para sus "patrones". Orgullosa le mostraba a mi madre un tenedor al que le faltaba un diente o una cuchilla sin mango; le contaba sobre el viaje que le había tocado en barco, desde Inglaterra, a las tacitas de bordes dorados. "¡Estuvieron en la mesa de un duque!", exclamaba con orgullo. También relataba que el plato de las bailarinas había sido hecho especialmente para la boda de la bisabuela de "la Madame", a la que le había lavado y almidonado sábanas y manteles por años. Todo tenía historia previa en su mesa multicolor.
Mi hermana y yo nos peleábamos por el plato de las bailarinas con vestidos transparentes. ¿Quién lo tuvo el último domingo?, preguntaba la tía y cuando como en un dueto con mi hermana gritábamos ¡ella!, en medio de una carcajada de dientes amarillos, colocaba arbitrariamente el plato delante de la que a su juicio se lo merecía.
Con mi hermana convertíamos los fideos en largos cabellos para las bailarinas o nubes sobre sus cabezas o cortinados ondulantes. ¡Coman antes de que se enfríe!, decía mi madre, indiferente a nuestra creatividad. Pero la tía se nos quedaba mirando, risueña, con cara de asombro ante nuestras ocurrencias. Era una niña más, que no se atrevía a seguirnos el juego por temor a la crítica de mi madre, pero ¡cómo disfrutaba al vernos inventando todos los domingos un nuevo escenario de fideos!
Cuando yo me vaya de este mundo prométanme que van a sortear entre ustedes esta vajilla que tanto amo, repetía la tía. Y nosotras asentíamos, cruzando los dedos para tener la suerte de heredar las bailarinas. Felizmente nuestros primos, todos varones, no entraban en el reparto y tampoco estaban interesados.
La vida de la tía hubiera transcurrido en total paz y cuidado de la vajilla cachada, pero ocurrió algo que cambió todo.
Una mañana en la que la tía regresaba de cobrar la jubilación, unos muchachos la empujaron hacía el interior de su casa, la golpearon y le robaron el dinero que traía y el que fueron descubriendo en distintos rincones de la casa.
A ella parecía no importarle la plata ni los magullones. Lloraba la destrucción de su vajilla, como si se tratara de la muerte de un hijo. El pato descabezado y las bailarinas descuartizadas temblaban entre sus manos. Tanto lloró que le bajó la presión y hubo que llevarla al médico. Regresó achicada, arrastrando los pies, envejecida, mustia. Mi madre ya había limpiado el desastre que habían dejado los ladrones. Los trozos de la vajilla de la tía fueron a parar al cesto de la basura. Nadie se lo mencionó a la tía y ella no preguntó.
Tía Vilma murió poco tiempo después, en
silencio. Ni mi madre, ni ella se enteraron de que mi hermana y yo recuperamos
los restos de su vajilla y ahora, el plato de las bailarinas, recauchutado con
torpeza pero mucho amor, luce en un estante del living, como si se tratara de
una pieza de museo. Un mes en casa de mi hermana y otro en la mía... A tía le
gustaría.