La sombra
No soy ni la sombra de lo que era, le dijo a su compañero de oficina, antes de irse. Un sabor áspero se le alojó debajo de la lengua por el disgusto. Mientras bajaba la escalera pensó que debía restarle importancia. Después de todo es una simple demora, se convenció aunque el peso de la mochila le decía: será duro remontar esta demora.
Ni la sombra, repetía inconscientemente. Empujó la puerta de vidrio que daba a la calle y los ruidos se encargaron por un momento de hacerle olvidar el sinsabor de un día que prefería olvidar, pero que amenazaba arruinarle el fin de semana. Todavía faltaba enfrentar a su novia para tirar al diablo la escapadita a la casa de las sierras. ¡Con lo que le había costado que su madre se la cediera! Ya llevaba cinco intentonas y siempre alguna de sus hermanas se le adelantaba... y ahora tendría que renunciar. Por un momento pensó en llevarse el trabajo a las sierras, pero recordó que allí no contaba con internet.
Y pensar que hasta la semana pasada yo era el preferido de mi jefe y de repente ni la sombra, se decía mientras caminaba en un atardecer de primavera ideal. A él se le hacía oscuro, denso. Hacía una semana que se encerraba en su oficina a las siete de la mañana y salía a las nueve de la noche. El análisis de los datos que podía salvar a la empresa de despidos masivos no arrojaba resultado positivo alguno. Él había imaginado un viernes triunfante frente a la Comisión Directiva, el aplauso final y la corrida hasta lo de su novia para contarle y arreglar los detalles de la partida.
Ojalá caiga un aguacero que justifique quedarse en la ciudad, rogó. Por el contrario, los últimos pajaritos de un ocaso rosado le canturreaban a su paso. Él no parecía percibir siquiera el aroma de la fila de jacarandás que se extendía a lo largo del boulevard. Quiso animarse y extendió su mano para arrancar una margarita que asomaba insolente en un enrejado. Su mano era gris. Se quitó los anteojos y se restregó los párpados. Tantas horas frente a la computadora, dijo en voz alta. Volvió a calzarse los anteojos y se miró la mano de cerca: tan gris como una sombra. La giró lentamente y una palma cenicienta lo dejó inmóvil por un rato. Por instinto bajó la cabeza y siguió caminando. ¿Y si la cara también la tenía gris? Recordó las palabras de su compañera más envidiosa: "Ojo, que la oscuridad de adentro pronto te va a llegar a la cara". Le sorprendió el interrogante y el recuerdo, pero ante la evidencia debía averiguarlo. A su mente vino la gran vitrina de la farmacia de enfrente. Cruzó la calle y allí estaba su cara, tan ceniza como las manos, reflejada en ese vidrio gigante. Se apresuró por llegar a la esquina, pero la expresión de una señora que avanzaba en sentido contrario lo angustió más. Ella no solo le miraba con asombro la cara, sino que paseaba su mirada desde su rostro hasta la vereda, un poco más allá de él. ¿Qué había detrás de él? Giró un poco la cabeza y lo que vio lo mareó: detrás venía él, o mejor dicho lo que debía ser su sombra pero era él, con la camisa rosada y la corbata granate que esa mañana había elegido tan minuciosamente. ¿Cómo le había ocurrido eso?... ¿Estaría enfermándose? ¿Qué clase de enfermedad tiñe la piel de ese color? ¿Era una cuestión solo externa? Volvió a recordar las palabras de su compañera: la oscuridad de adentro... termina notándose... Sin dudas, lo que estaba ocurriendo en la empresa lo había sumido en un ánimo oscuro, triste... amargo... gris... cavilaba en su andar cabizbajo.
¿La sombra le había robado su yo o él le había vendido su yo a la sombra? ¡Dios, qué hice de mi vida! ¡Cómo pude dejar que las finanzas de la empresa me robaran el alma!, exclamaba para adentro, con la cabeza metida en el pecho, en la compulsa de pensamientos que lo paseaban de la duda al arrepentimiento.
Esto tiene que cambiar, concluyó y levantó la cabeza. Miró el entorno y llenó sus pulmones de un aire que olía a resurrección, a vida en bocanadas. ¡Quiero volver a ser yo! ¿O acaso soy el responsable de los despidos? ¿En qué momento me convertí en el Robin Hood de la empresa? No voy a renunciar al fin de semana en las sierras; ni siquiera voy a pensar en el trabajo. Si descanso bien, el lunes tendré mejores ideas y las soluciones aparecerán de donde menos lo imagino, concluyó y su respiración empezó a acompasarse. Sintió que esa contractura que lo tuvo a mal traer todo el día aflojaba a la altura de los hombros. "El miedo es una enfermedad que se incrusta en el corazón de aquellos que se lo permiten"... La frase que había leído en Facebok, acudió a su mente y lo hizo sonreír.
Decidido a enfrentar la verdad, cruzó la calle, hizo sonar el timbre y suspiró largamente. Su novia abrió la puerta y con una sonrisa amorosa exclamó: "¡Partimos!". Él respondió aliviado: "así es".