La sombra del ocultamiento

23.04.2017

"Al menos a don Eustaquio lo recordaban con amor. Muy diferente fue lo que le pasó a don López", pensó Clara, al evocar lo ocurrido con otro vecino del pueblo.

Era un hombre tan respetado que nadie lo llamaba por su nombre. Para todos era don López. Un hombre metódico, ordenado, impecable en su aspecto. Trabajaba en las oficinas de la cooperativa de agua y luz de un pueblo donde todos se conocen, pero él se vestía como si trabajara en una compañía internacional: pantalón de vestir, camisa blanca, corbata y zapatos negros, lustrosos. En sus cuarenta años de trabajo jamás llegó tarde y faltó solo por enfermedad. Era afable, de hablar tranquilo y sonrisa tibia; lo contrario de su señora, agria, hosca y desprolija.

Don López salía de trabajar siempre a la misma hora del mediodía, llegaba a su casa, almorzaba y mientras su señora dormía la siesta, él se quitaba la ropa de empleado eficiente, se ponía un mameluco y se iba con su caja de herramientas a diferentes vecinos, a arreglar canillas, caños rotos, desperfectos de todo tipo. Volvía, se duchaba y otra vez a su trabajo en la cooperativa, enfundado en su uniforme de empleado. Eso durante los cuarenta años de su vida laboral.

Así fue la vida de don López. Si su mujer, doña Rosa, lo quería o no, nadie sabía porque nunca iban a las fiestas del pueblo y ella no cruzaba casi palabra con los vecinos. Pero todos se enteraron de su odio, unos meses después de la muerte de su esposo. Él se había ido tan tranquilo como había vivido, mientras dormía, en las vacaciones número cuarenta.

Doña Rosa, al clasificar la ropa y las herramientas de su marido para regalar a la comisión de la Iglesia, descubrió un paquete de cartas y tarjetas, en una caja de cartón, guardada detrás de la cajuela de las herramientas; mensajes de amor escritos para su marido por parte de Rita, la vecina de la esquina de su casa.

En las más de cien cartas encontradas parece que Rita destacaba la pasión de su enamorado, sus besos incomparables, la codicia de sus caricias; recordaba los momentos vividos en la intimidad de su cuarto y los pensamientos que los unían cuando no se veían. En las tarjetas, casi cincuenta, agradecía los aniversarios, enviaba saludos de cumpleaños, remarcaba el amor que se profesaban. Las misivas, en sobres de diferentes colores, abarcaban casi veinte años de secretos.

La primera en enterarse del odio que le generó a doña Rosa el descubrimiento fue por supuesto Rita; luego todo el pueblo.

"Parece que don López arreglaba algo más que los cueritos de las canillas cuando iba a lo de Rita", exclamó Clara, a las carcajadas.

Doña Rosa no pudo aceptar jamás el engaño de su marido, o tal vez fue el hecho de que se había enterado cuando a él no le podía lanzar todo su desprecio. Desde ese momento, decidió no poner ni un cardo en la tumba del muerto y ordenó a su única parienta, una sobrina, que cuando ella muriera la enterraran lejos, muy lejos de él. Rita tal vez hubiese tenido la intención de acercarse a la tumba de su amor prohibido, poner alguna flor, pero prefirió seguir escribiendo cartas, que guardaba en una caja plateada y en las que descargaba todo su pesar por la falta de su enamorado.