La pregunta

22.11.2019

Fabián, cada lunes partía muy temprano hacia la escuela. Se le adivinaba el ánimo en el pelo encrespado y la mirada torva. Su padre lo notaba, claro que lo notaba, pero sólo le decía: "¡Vamos, me extraña que todavía te sigás retobando así! Tantas ganas que tenías de aprender a leer". Y era cierto, el niño quería leer los únicos libros que había en la casa: los que su abuela materna había heredado de su abuela española; ésos que Fabián hojeaba por un ratito, cada vez que su madre los limpiaba con un trapo. En su casa, él sería el primero en aprender a leer.

Fabián cada lunes caminaba dos horas, subiendo y bajando cerros, por un sendero desparejo, con el viento silbándole en las orejas, el frío congelándole las manos, con los pies a veces entre las espinas, otras al borde del precipicio, para llegar a esa escuela donde estudiaba, comía y dormía hasta el viernes.

El padre acompañó a su hijo hasta tercer grado, cuando el niño aprendió el camino. Fue cuando padre y madre lo vieron salir arrastrando los pies o arrojando piedritas con bronca contenida. El padre pensó que a su hijo no le gustaba ir solo o había perdido el entusiasmo por los libros, que era feliz entre las cabras y los chanchos. "Le doy las tareas más pesadas para que vea que estudiar es mejor, pero no", le confiesa preocupado a su mujer, pero al niño no le pregunta nada.

"Debe extrañar", responde la madre, pero al niño no le pregunta nada.

Fabián, cada lunes va en silencio, con el paso pesado, la voluntad encorvada. ¿En qué piensa Fabián? Pregunta que nadie formula. Tal vez ni él busca esa pregunta. Solo parece pensar en el viernes, cuando regresa casi corriendo a su casa en esa quebrada agreste. Ése es su mundo, con las cabras, su perro Ñato, el agua del arroyo culebreando entre las piedras y las cuevas de los animales del monte, puertas a la imaginación y la aventura. Allí, hasta en pleno invierno, con las manos y la cara cuarteadas por la escarcha y las temperaturas bajo cero enrojeciéndole la nariz, el cuerpo y el alma se unen en una misma alegría.

Para el último día de clases, el padre, orgulloso fue a buscar a su hijo y el ansiado último boletín.

Cuando el maestro dijo "Fabián va a tener que repetir el grado", el chico salió como perro al que se le quitó la correa. El padre lo dejó ir; necesitaba tiempo para pensar: ¿Por qué Fabián tenía que repetir si el maestro siempre dijo que andaba muy bien?; ¿por qué su hijo iba tan enojado a la escuela?; ¿por qué sacudía la cabeza como caballo salvaje cada vez que el maestro buscaba acariciarle el pelo?; ¿por qué aprendió a leer pero nunca abrió los libros de su abuela, a pesar de la insistencia de su madre?

Cuando el hombre llegó a la casa, su mujer preguntó: "¿Qué le pasa al Fabián que metió un pedazo de queso y un pan en su morral y rajó pal monte?". Él no respondió pero hizo lo mismo que su hijo. Cuando encontró al niño formuló la pregunta.

Desde ese día en la casa se habló menos que nunca. No hubo más preguntas. Si los padres conversaron sobre la respuesta de Fabián, el chico no lo supo.

"Empiezan las clases, pero usté no va más m´hijo", fue todo lo que dijo el padre cuando terminaron las vacaciones escolares. El niño asintió con la cabeza y le silbó al Ñato, rumbo al cerro.

Cuando un vecino, de pasada para el arroyo, les comentó que el maestro se cayó del precipicio y murió antes de llegar a la escuela, solo menearon la cabeza y siguieron con las tareas diarias. Las clases comenzaron un mes más tarde y con una maestra nueva, pero Fabián no regresó.