Fuga
Santiago Heredia corría y corría. La puntada que se le había clavado en ese lugar que amenaza dejarlo a uno sin aire le complicaba el ritmo, pero no podía parar. No debía. Cuando el policía gatilló y la bala no salió supo que era el momento de saltar la baranda y echar a correr. No miró para atrás. No pensó nada más que en huir, hacia donde fuera. Giró en la primera calle. Sus zapatos se empaparon en todos los charcos que no buscó evitar. "vamos, vamos", se animaba mentalmente, cuando se dio cuenta de que no sentía pasos detrás suyo. "Las botas del milico se escucharían", se convencía cuando la calle oscura se convirtió en ancha avenida. "¿Y si el cana dio la vuelta con su auto?, vendrá por acá", razonó. Se detuvo en seco, jadeando en un silbido entrecortado, incontrolable. Se apoyó en la pared y espió hacia la avenida. Nada. Volvió la mirada hacia la calle que había recorrido en su larga carrera. Nada. No sabía bien qué hacer: si volvía sobre sus pasos, tenía que regresar al punto de huida. Las calles laterales, hacia la izquierda no tenían salida y hacia la derecha iban en diagonal hacia la avenida que él no se atrevía a atravesar. "Al frente hay una parada de colectivo. Sería mi salvación, pero para eso tengo que cruzar", razonaba entre silbidos cada vez menos frecuentes. "Me recupero y voy, tranquilo, para no despertar sospechas", se dijo como cuatro veces. Buscó esconderse en el umbral de la puerta más próxima. Era zona de fábricas, sin jardines, sólo puertas y rejas demasiado altas para saltar; ocultarse en un rincón y esperar ahí hasta el amanecer era lo mejor. Las piernas se le habían entumecido por la carrera. El frío que le subía por los zapatos mojados le transformó el silbido en castañeteo de dientes. El primer umbral que vio era demasiado angosto para servir de escondrijo. Miró hacia atrás. Alcanzó a ver una especie de zaguán. "¡Dios, por qué se me ocurrió venir a esa manifestación de mierda! Es la última vez en mi vida que hago locuras por una mina. La muy tarada se tomó el palo y me dejó con esa pancarta buchona", pensaba, cuando algo rozó sus piernas.
El cuzco, tan asustado como él, lo había rozado por casualidad. Estaba más flaco y muerto de hambre que el vagabundo de la Catedral y sólo buscaba amontonar sus huesos en un lugar seco, igual que él. Santiago lo miró con tristeza por la comparación. El perro temblaba para calentarse. Él ni eso lograba a pesar de que tiritaba como trozo de tela al viento. Se sentó junto al felpudo del zaguán, que tan estratégicamente ocupaba su compañero de frío. El perro lo miró con compasión y hasta pareció apiadarse de él; suspirando le resignó un pedazo de felpudo. Perro y humano fueron amoldándose uno al otro, o tal vez la conveniencia del calor mutuo los fue acercando, hasta quedarse dormidos cual pareja acostumbrada a la forma del otro.
Cuando
la sirena sonó, Santiago pegó un salto, como si el felpudo se hubiera
convertido en una cama de clavos. "¡La cana!", fue su único pensamiento, pero
ningún policía apareció. El perro ya no estaba y la calle, tan tranquila
durante la noche, se había transformado en una ruidosa carrera de camiones de
los bomberos. "¡Se quema la Editorial de la otra cuadra!" escuchó en el grito
de un hombre que pasaba corriendo. El joven salió en sentido contrario. Restregó
sus ojos ante un sol que se levantaba, cálido, amigo. Cruzó la avenida y cuando
estaba por tomar el colectivo, vio a su compañero nocturno, que lo miraba con
esos ojos de tristeza vieja de los perros callejeros. Sin dudarlo le gritó:
"¡vamos Fuga!".