Entre recuerdos

18.04.2017

El recuerdo del olor a pan de tía Rosaura la trasladó a otra sensación prendida en las remembranzas, el olor a tierra mojada de aquel lejano lugar que la abrazó en el peor momento de su vida. Allí el suelo parecía baldosa refractaria cuando se calentaba al sol ardiente, pero regalaba un perfume a arcilla en remojo cuando llovía. Ese aroma se mezclaba con el de los mangos y los chivatos florecidos en noviembre. Pero sin dudas, en ese lugar, lo que más le había acariciado el alma, en una composición de alegría y tristeza, era Laura, con su humor irónico y su corazón generoso. Laura había sido la confidente incondicional. Pero como todo lo bueno, duró poco en su vida. El paso de Clara por esas tierras fue breve pero intenso, y la vida de Laura llevaba implícita su muerte, no como una fatalidad inesperada sino como en el libro de García Márquez, una muerte anunciada. El rostro de Laura gritaba sus escasos deseos de vivir en un mundo que le había arrebatado un marido amado hasta la obsesión y que le había dejado un hijo difícil de comprender. Toda su ironía traducía la ecuación que debía hacer entre nostalgia y realidad. Los recuerdos estaban colmados de viajes románticos por lugares exóticos; la realidad la obligaba a descifrar la psicología de un joven eternamente adolescente, rebelde hasta la médula. Se fue acostumbrando a ver el universo, ya no desde un crucero en las costas caribeñas, o en tour a la muralla china, sino a través de un televisor, que ojeaba sin interés. Y Laura cerró los párpados a sus ojos verdes y una buena noche se fue de este cosmos, sin avisar, sin molestar, como era su costumbre.

"Querida Laura, por suerte te fuiste antes de que tu hijo se mostrara tal cual era, un machista alcohólico y violento. Terminó en la cárcel, querida amiga. Lo siento, ni siquiera pude ir a visitarlo. Me indignaba la sola idea de que hubiera abusado de una jovencita que se ilusionó con sus enigmáticos ojos moros, o aprovechó la ocasión para obtener dinero a través del escándalo, ya no importa. Sólo puedo decir que me arrepiento de no haber intentado siquiera averiguar cómo está. Conmigo fuiste una grande y yo me comporté de manera muy pequeña. Mis pensamientos siempre serán enanos al lado de los tuyos", pensó, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Sacudió la cabeza. Prefería recordar a Laura por las charlas y las caminatas compartidas alrededor de la plaza, donde el calor brotaba de las grandes baldosas y subía hasta atravesar la goma de las zapatillas. Los mosquitos se hacían la gran fiesta en la piel sudada, pero ellas daban vueltas y vueltas, desentrañando problemas, intercambiando alegrías, saboreando viajes pasados. "La vida te da salmuera, pero también un poco de miel", solía decir Clara, tratando de convencer a su amiga de que siempre había algo por lo que valía la pena vivir. Laura, se hacía más alta en su elegante figura, guiñaba un ojo, recurría a alguna broma irónica sobre la vida en soledad y así cerraba el diálogo.

"¡Ay si vivieras!" exclamó Clara. "Vos que le tenías tanto miedo a la opinión lapidaria de la sociedad, después de lo que hizo tu hijo, no hubieras salido ni a dejar la basura en la puerta", dijo en voz alta, como si su amiga pudiera escucharla desde algún lugar. "¡Ay mi querida, hubieses comprendido que lo privado ya no lo es ni en tu casa!", siguió dialogando Clara con el recuerdo de su amiga.

Se acomodó mejor en la reposera, apoyó la cabeza contra el respaldo y pensó en lo difícil que le hubiera resultado a su amiga amoldarse a este mundo del "ocaso de la vergüenza", como había leído en alguna parte. Ella le decía a Clara "disfrutá nena", pero para sí, sólo podía pensar que todos se ocupaban de enjuiciarla. Recordó las palabras de Laura, ante su comentario sobre una mancha de humedad que se agrandaba inexorablemente en la pared del living. Con su clásico humor, ella le había respondido "no reniegues por pequeñeces, qué importa la humedad en la pared, lo grave es tenerla en la cabeza". Hablaba de su propia humedad, la de su cabeza, la que la hacía retrocederle cien pasos a la vida por el temor a ser criticada. Fantasmas en la casa, en el trabajo, entre las amigas del club. "Nadie habla de frente, pero los mensajes subliminales son más que elocuentes", decía. "Contradicciones de los humanos", pensó Clara. La misma persona que se alegraba por el coraje de los que le restaban importancia al comentario ajeno, vivía presa de los mensajes subliminales de su entorno. "Hay que tener un amigovio", aseveraba con soltura, pero ella se cuidaba de no estar sola cuando algún amigo varón llegaba a su casa.

Podía sentir aún el abrazo con el que apretó a Laura la última vez que la vio y que ella casi no devolvió. Ella no abrazaba con los brazos sino con sus acciones, su amistad sin preguntas, sin reproches. Su calidez estaba disimulada en una cáscara de frialdad que no le iba. "¡Cómo la extraño!", pensó Clara, sin dolor, pero con nostalgia. "La nostalgia sólo es mala si se quiere volver el tiempo atrás", reflexionó. Aceptó sin reproches la decisión de dejarse morir de su amiga. Era su decisión, aunque resultara difícil asumir el resultado. Casi agradecía no haber percibido, en esa última visita, que Laura se estaba llevando su vida a otro mundo.