En el afecto

07.05.2017

El recuerdo de Irina le hizo pensar en otros afectos que se le habían ido diluyendo con el tiempo.

¿Qué sabía de Fanfan, por ejemplo? Había sido el único amigo varón de su infancia. Un francesito morrudo, de movimientos torpes, ojos grandes, flequillo abundante, zapatos gruesos y pantalones hasta las rodillas, que tal vez se llamara François, pero apodado Fanfan por su familia. "Él no sabía una palabra en castellano y yo ninguna en francés, pero bastaba que él gritara desde el fondo de su casa Clará, para que yo corriera a buscarlo y jugáramos por horas", dijo la anciana, ante la ternura del recuerdo.

Los padres de Fanfan habían llegado al país, huyendo, como tantos, de una guerra que los había llevado al límite, acuciados por el miedo y el hambre, sin importar el orden de esa combinación.

La madre de Fanfan, en su país había sido modista o diseñadora de modas. Al cabo de un tiempo de apretujarse a nuevas necesidades en la patria desconocida, comenzaron a llegar, en autos lujosos, señores y señoras, muy bien vestidos, y allí delante de sus ojos, ella desplegaba toda su capacidad y dibujaba, con destreza artística, modelitos de calle, de fiesta, tailleurs ajustados o vestidos amplios. Más tarde, ella envió sus figurines a la capital, hasta que finalmente se trasladó con su familia al mundo capitalino de la moda. "Después de un bisous a Clará, dicho por la hermana de Fanfan, entre lágrimas, y los sonoros chasquidos de los besos de mi amigo franchutito en ambas mejillas, nunca más supe de ellos", pensó, con cierta nostalgia.

Saber algo de Fanfan tal vez requería de mucha investigación y averiguaciones, pero, ¿por qué nunca intentó saber qué era de sus primos, con los que tanto había jugado durante su infancia?

Tan pocas veces se había interesado por la vida de Roberto, a pesar de que ese pedazo de vida junto a él era imborrable. Era el hijo mayor de tío Chacho y había vivido mucho tiempo en casa de Clara, durante la internación de su padre y después, cuando su madre terminó abandonándolos, con rumbo desconocido. Era rebelde y de mirada torva, de pocas palabras y muchas reacciones abruptas. Clara recordó los veraneos en las sierras, en los que él, de repente, sin aviso y sin motivo aparente, desaparecía por horas. "Terminábamos todos buscándolo como locos, y él aparecía tan repentinamente como había desaparecido. Sin responder a las preguntas, se tumbaba en la cama y se tapaba la cabeza con la almohada. Otras, cuando todos jugábamos y reíamos, él se separaba del grupo y comenzaba a arrojar piedritas contra todos".

"Déjenlo tranquilo", decía Teresa. Resultaba sorprendente la comprensión con la que asumía esos ataques de su sobrino. Tal vez le recordaran los de su propia infancia.

"Grabada tengo aquella vez que estábamos junto al río, jugando en la arena y él salió corriendo. Alba y yo lo dejamos hacer, pero al cabo de un rato tuve un sobresalto y comencé a buscarlo. Lo encontré con el pie encajado en un tronco podrido, sin poder moverse. Mi padre necesitó fuerza y herramienta para sacar su pie de esa repentina trampa... Ni eso frenó sus intempestivas huidas", recordó Clara.

Tampoco sabía nada de Elvira, la hija adoptiva de tío Nenucho, casado a los cuarenta años, con una mujer diez años mayor que él. A Nenucho la paternidad no lo entusiasmaba mucho, pero para Arsenia, su esposa, significaba la razón de vivir. Así llegó Elvirita, con pelo renegrido y espeso como un casco encajado hasta la mitad de la frente, la cara medio morada por el esfuerzo que había hecho su madre en el parto. Parto natural por obligación, ya que su madre, adolescente y soltera, la había tenido entre unos cañaverales, en el fondo del patio de su casa, con los labios apretados, para que su familia no se enterara. Una amiga de la joven intuyó que Arsenia estaba dispuesta a criar a la niña y se la llevó, como un atado de ropa arrugada, en el fondo de una caja.

Para Arsenia la niña era una princesita hermosa; para Clara también. Cuando la tía trabajaba en su taller de costura, Clara corría a ayudarle con los biberones y los pañales. Podía recordar la secuencia de aprendizajes de la niña: de los primeros gorjeos, a la escuela primaria; de los esfuerzos por gatear, a la destreza del juego del elástico. "¿Después qué pasó? Ni siquiera puedo recordar", pensó Clara, resignada.

Muchos recuerdos tenía en cambio de Rulo, uno de los hijos de tía Yeyena. Era el único que no había heredado los pelos gruesos de tío Mario. Sus rulos eran bucles castaños que él agitaba nerviosamente, con seguidillas de soplidos, cada vez que le tapaban los ojos. "Me contaron que correteaba y hablaba de manera incansable, pero cuando nací, pasaba largos ratos mirándome en silencio. Así también se quedaba cuando, años más tarde, yo corría a contarle algún altercado con mamá. Ponía una mano sobre mi hombro, pasaba la otra por sus rulos y simplemente me sonreía. Eso solo, ya era mucho para mí. ¿Por qué perdimos esos momentos en la adultez?", reflexionó la anciana, con cierta tristeza.

"Al que también le perdí el paso es a Augusto, el primer hombre al que le abrí mi corazón con un enamoramiento loco", pensó la anciana. Como todos los enamoramientos duró hasta que las ilusiones dieron paso a las decepciones, pero Clara había saboreado más dulzura que amargura con ese hombre, para nada agraciado físicamente, pero con toda la mansa ternura que ella estaba ansiando de hacía mucho tiempo.

Augusto, dentro de un cuerpo desproporcionado, de piernas cortas y torso largo, medio enjuto y andar desarmado, pocos pelos y dedos regordetes, había impactado con su hablar tranquilo y su razonamiento lógico. Después de tantos años de locura junto a Horacio y el pasar desabrido de Rubén, había llegado la ilusión de algo diferente.

Resultaba extraño, medio ridículo, sentirse enamorada de ese modo a los cincuenta años. Augusto no tenía nada extraordinario, pero con pequeños gestos alimentaba la ilusión de una relación sana.

"Sana no fue, pero qué bien me hizo. No importa el paquete de desilusiones que tuve que ir abriendo con el tiempo... No importa. Con él todo fue diversión, risa, charlas", recordó.

Como tres meses después de no verlo más, en la casa de Clara comenzaron a aparecer corazones de papel, de distinto tamaño pero todos blancos. Ninguna escritura, ninguna marca, sólo corazones blancos, doblados por la mitad, a lo largo. Setenta corazones blancos que todavía guarda en una caja blanca. "Si eran una señal de algo, no lo supe descifrar. Aún hoy me pregunto por el significado de esos corazones vacíos", pensó la anciana.