El ladrón

05.10.2018

Detuve el capítulo 21 de Mr. Sunshine y me quedé mirando por un momento la cara de Ae-shin en la pantalla. Qué bellos son los coreanos. Pero afuera los perros reclamaban su ración nocturna. Metí en un bol una cantidad generosa de alimento (con la llovizna la noche se haría larga) y salí a la vereda, así como estaba: en pijama amarillo, bata fucsia y unas pantuflas de piel de carpincho que me regalaron hace como diez años. El aspecto era una cachetada, pero la preocupación era otra: se me van a mojar las pantuflas. Igual salí.

Allí estaban el Elefante, la Negra y la Hiena, embarrados hasta los últimos pelos de las orejas, pero la cola como hélice. Me apuré a repartir de manera democrática, de acuerdo al tamaño. Me apuré, porque seguro buscarían ponerme las patas en el pecho, como hacen siempre, pero tal vez inconscientemente me acordé de la recomendación de mis hijos: Ma, no salgas de noche. Algún día te van a dar un susto.

A la altura de la puerta de mi vecino venía un hombre, ni muy alto, ni muy bajo, ni muy gordo ni muy flaco, campera con capucha, paso firme. Como estudiando la distancia que nos separaba, levantaba y bajaba la mirada. Y los pensamientos se me dispararon: no debí salir; las pantuflas se pegan a la vereda; quiero terminar de ver la serie; no hay nadie en la calle; ¿se podrá lavar la piel de carpincho?; la bata se me moja; ¿los perros siguen comiendo?; se me empañaron los anteojos; ¡dejé la puerta abierta!; ¿y si el tipo se mete en casa?; me olvidé de sacar la basura; seguirá lloviendo; no le veo la cara.

Era tarde para correr y dar el portazo. Los pies no son tan rápidos como los pensamientos. Estática como la imagen de Ae-shin en mi televisor, me quedé mirando al hombre que avanzaba. Cuando estaba a cinco pasos, escuché al Elefante (nombre bien merecido por su tamaño) que gruñía medio en sordina, parado a mi lado, embarrándome la bata. "Buenas noches", escuché. También oí mi respuesta: "buenas noches, ¿cómo le va?"... ¡Cómo le va, le dije!

El encapotado pasó frente a mí y le vi ojos parecidos a los de Eugene Choi (demasiados coreanos en mi vida y demasiada imaginación en mi cabeza, me reproché). Corrí hacia la puerta, esquivándole a los saltos de la Negra y la Hiena, haciendo un ruido a ventosa con las pantuflas. Los pensamientos se me volvieron a atropellar: ¿lo habrá asustado el tamaño del Elefante o sus gruñidos?; ¿los ladrones le tienen miedo a algo?; ¡qué cara habré tenido cuando me quedé ahí como estaca! Madre mía, la mente siempre trabaja a mil, pensé, más relajada. Camino al dormitorio, tiré todo lo embarrado en el baño. Me deslicé entre las sábanas, todavía con la respiración agitada. Retomé la serie en el momento justo en el que Ae-shin le decía "te amo" a Eugene. La emoción le ganó al recuerdo del ladrón frustrado.

A la mañana siguiente, mate en mano, leí en el periódico: Joven apuñalado por un celular en el sur de la ciudad... Dos calles más allá de mi casa. ¡Lo sabía!, exclamé. Más tarde me enteraría que el encapotado había sido el asaltado y no el ladrón. En silencio acepté mi penitencia: las pantuflas quedaron como de madera.