El botón
La cobardía es la madre de la crueldad.
Michel de Motaigne
Ahí está, mirándote desde hace dos semanas. Esto ya te está quitando no solo el sueño, ¿o no? ¿Cuánto hace que no dormís de un solo tirón? ¿Y esa maldita acidez que te sube a la garganta como un chorro de lavandina? Viene de ahí, y lo sabés. Tenés que terminar de una vez con esa culpa. Culpa, sí, culpa. No me mires con cara de "por qué voy a sentir culpa". Es que lo viste todo y no lo denunciaste. ¿Que por qué se te ocurrió espiar por la ventana esa noche? Claro, nada sabrías y nada significaría ese botón medio escondido debajo del yuyo que empezó a crecer junto al cordón de la vereda. Nada de esto te pasaría si no supieras que la mujer que arrancó el botón ya no existe. Qué no haya muerto frente a tu ventana no te hace menos responsable.
Cada vez que abrís el postigo, el botón está ahí, haciendo brillar su insultante dorado. No hay viento ni lluvia que se lo lleve, ¡Maldición!, es tu grito de cada mañana. Llamá, llamá, si querés volver a dormir y sacarte esa migraña de tres días que te punza hasta hacerte desear la muerte, te repetí hasta el cansancio. El recuerdo de esa noche no va a desaparecer porque quieras ignorar la realidad. La voz de la mujer suplicando te lastima tanto como la migraña, ¿verdad? La panzota del oso que zamarreaba a la mujer, agarrado a su pelo como si fuera una gallina a desplumar, tampoco la podrás olvidar. En el centro de esa panzota estaba el botón que saltó en el forcejeo, cuando la gallina se agitó desesperada. Tampoco podrás olvidar la cara enfurecida del oso, porque te subiste al sillón para espiar entre las tablas del postigo. La luz de la calle le iluminaba el sudor que, en el fragor del encontronazo, le chorreó desde la frente hasta los pliegues de la papada, en caída libre hasta el cuello de la camisa celeste. ¡Si hasta del color te acordás!
Pretendés que sea sólo un mal recuerdo chismoso, pero después de ver al oso en el noticiero, todo se te hizo más real. La pobre gallina tal vez no hubiera sido apuñalada si en vez de solo espiar, hubieras avisado a la policía. ¿Por qué no llamaste en ese momento? ¡Mirá toda la culpa que te hubieras ahorrado!
No busqués excusas, no hiciste lo que debías. Que no hay que meterse en lo que a uno no le incumbe; que es muy riesgoso ser testigo en medio de una cuarentena; que nada te asegura que los policías no tengan el virus; que haber visto la pelea no implica que ése sea el asesino... excusas. El botón sigue ahí, como prueba irrefutable de la pelea frente a tu ventana. Ese botón tiene un abrigo y el abrigo tiene dueño. No es un botón cualquiera: dorado, con una corona en medio de dos sables atravesados. Hasta buscaste los prismáticos para verlo mejor. Pero preferiste dejar de ver y leer las noticias locales. Lo que no ves no existe, ¿no? Pero claro, con meter la basura debajo de la alfombra no alcanza: siempre sale por los bordes para recordarte que la mugre sigue ahí y empieza a agriarse entre los dientes. La migraña ya te punza hasta en las orejas, te hace llorar. Anoche, lo poco que dormiste fue entre sábanas enroscadas y almohadas patas arriba. ¿Cuántas pastillas tomaste? Mezclaste las de la migraña con las de dormir. Terminaste vomitando.
¿Sabés que dicen las noticias hoy? Los
vecinos culparon y lincharon al oso. Justicia sin juicio: lo molieron a palos y
le quemaron la casa. Ya podés salir y pegarle una patada al botón.