Dos lágrimas
Dos lágrimas salieron de sus ojos. Corrieron lentas por las mejillas resquebrajadas y se secaron en el borde de la blusa negra. Seguramente vendrán más, pero será cuando el dolor se convierta en tristeza. Por ahora los ojos tiesos se niegan a creer, a sufrir, a sentir. Miran la nada, la nada de lo que les espera. "Si ella...", "si él...", amenaza la culpa, pero se conforma con esas dos gotas saladas. Ahora no hay mañana, sólo un pasado que anida en las tripas y estrangula el llanto antes de dejarlo nacer. Llorará, llorará con gritos, ahogos, insultos y golpes, pero no hoy. Es el momento del corazón detenido, la razón perpleja, los sentimientos apuñalados en las quince veces que el cuchillo buscó la muerte. La daga había sido un ridículo Tramontina, inútil para pelar papas pero certero para penetrar como serrucho en la carne humana. "Y pensar que podía haberlo evitado", machacará en su cabeza más tarde el reproche y picoteará el alma con gozo de carancho hambriento, con maldad retorcida, con insistencia insolente. Ella podía... Ya no. Es tarde. El presente es un brillante féretro de vaya a saber qué madera; ella no lo eligió. Un féretro que no provoca el llanto sino un insulto ronco que no alcanza a concretarse en la garganta seca y agrietada de la mujer, enmudecida como sus ojos. El presente es un muerto adentro de un traje regalado porque ella no lo compró, y una camisa que ella no planchó y una ridícula corbata que él nunca tuvo.
¡Cuánto hacía que todos le decían: "¡mandalo al
diablo a ese borracho perdido antes de que tengas que lamentar una desgracia!";
"¿no te das cuenta de que el pobre muchacho se queda mirándolo con odio cada
vez que te pega hasta dejarte sin aire en los pulmones?". Claro que se daba
cuenta. Claro que se daba cuenta, estúpida no era... pero no podía. "No entienden
que no puedo", dijo tantas veces. Ahora comprende que hubiera podido. El muerto
es su marido, quien cayó al suelo apuñalado por su hijo.