Con reproches

10.04.2017

Muchas cosas agradecía Clara a sus padres, y una de las más importantes era que el alcohol no formaba parte de sus hábitos. Fernando, su padre, era medido hasta en la risa y Teresa tenía comportamientos muy extremos, pero los borrachos la exasperaban. El padre de Teresa había terminado haciendo una cirrosis por ese "vicio", como se le llamaba en esa época. Esa situación facilitaba la descarga de resentimientos viejos de Teresa: "y pensar que estuve tantos años lejos de mi familia porque me prestaste a extraños y ahora te tengo que cuidar"; "mi madre se consumió, enferma de atender hijos de todas las edades, mientras vos andabas por ahí"; "dónde te quedó ahora el orgullito de no aceptar dinero de los ricos"; "con ese dinero mamá se hubiera salvado"; "¡claro, pero vos eras demócrata!".

Ni era tan cierto que su madre se hubiera podido salvar de la pulmonía, ni que el cuidado de sus hijos la hubiera consumido, pero en la fantasía de Teresa, niña de nueve años en épocas en las que para los pobres la vida era igual en democracia o en dictadura, el hambre y la miseria se explicaban con rencores personales. Los de Teresa tenían un solo origen, su padre. Recién como a los ochenta años pudo hablar con cariño de ese padre tarambana, borracho y militante demócrata fanático, que había "prestado" a sus hijos por no saber cómo alimentar esas cuatro pequeñas bocas. Su mujer tenía mil recursos para engañar a la miseria: inventaba recetas; bajaba la cabeza ante el almacenero para pedir fiado; se amanecía arreglando ropa que le regalaban para sus hijos; con las mismas zapatillas enviaba a un hijo a la escuela en el turno mañana y a otro en el turno tarde. Él no sabía hacer todo eso. "Nunca les di una madrastra", se defendía Pedro, ante la cascada de reproches de su hija. Ella le replicaba "hubiera preferido una madrastra antes que vivir con extraños".

"Qué raro, no puedo representarme en la memoria a mi abuelo Pedro borracho", pensó Clara. Pocos recuerdos tenía de él, pero había uno que se le había quedado guardado como en fotografía, su abuelo apoyado en el borde del brocal. Y en la memoria se le dibujó más o menos así:

El pozo estaba hecho de ladrillos, ya gastados por el tiempo y el moho. Dos parantes verticales y uno horizontal cruzándolo; una roldana y una soga atada al balde, eran todo el complemento.

A mi hermana y a mí nos encantaba inclinarnos en el brocal para gritar en su interior: la voz parecía salir del fondo del pozo y no de nuestras gargantas. Eso provocaba nuestra hilaridad fácil, que minimizábamos ante el grito de mamá: ¡salgan de ahí que se pueden caer!

El pozo era convocante: ¿dónde jugábamos a la cocinita con Alba?, junto al pozo; ¿dónde hacíamos las ronda con las amigas?, muy cerca del pozo; ¿dónde nos refugiábamos para llorar cuando mamá nos había dado un buen chirlo?, junto al pozo, del lado contrario a la casa, para que nadie nos viera.

Mi abuelo tampoco podía resistirse a ese llamado del pozo. Allí se sentaba cuando le pedían que nos vigilara mientras jugábamos. El peligro era el pozo y sin embargo el pozo era nuestro amigo.

El abuelo, en realidad poco se interesaba por los juegos en los que nos entreteníamos Alba y yo con nuestras amigas; su cerebro siempre parecía estar en otro lado. Los años de alcoholismo habían dañado no sólo su hígado, sus ojos recorrían otros tiempos y otros lugares. Sólo regresaba, en parte, cuando alguna de nosotras se acercaba para preguntarle algo o para mediar en la reyerta por las cacerolitas y cucharitas de nuestro juego. Fácilmente terminaba la pelea: "esto es para vos y esto para vos", decía el abuelo sin más ni más, para regresar a su ensimismamiento. Cuando se cansaba de nuestro juego y tal vez de sus repasos del pasado, nos decía: "bueno, cada chancho a su estaca". Creo que ninguna de nosotras sabía el porqué de los chanchos y mucho menos a qué venía lo de las estacas, pero entendíamos que se acababa el juego y que cada una debía retornar a su casa.