Con huellas

07.04.2017

¿Qué había pasado entre la caída de Alba y el accidente de tío Chacho? Clara, se dedicó por unos momentos a masticar sus tostadas con mermelada de higos y tomar unos mates. La higuera que su madre había trasplantado cuarenta y cinco años antes, reventaba de brevas e higos todos los veranos. Clara los convertía en mermelada. Cada vez que llegaba a la ciudad con las cajas henchidas de frascos de dulce, sus nietos protestaban "¡otra vez de higo abuela!", pero todos escarbaban los frascos hasta acabar con la producción de la abuela. "Cuando ya no pueda conducir el auto se van a embromar porque ya no vendré con todo este peso", replicaba Clara. "Perdé cuidado Ma, que nosotros iremos a buscar tu mermelada. Estos sinvergüenzas protestan, pero si la compro en el super, lo primero que dicen es que no es como la tuya", respondía Celeste, su única hija mujer, regañando con la mirada a sus hijos, dos flacos altos y de ojos renegridos y grandes como ella, pero de expresión risueña como su padre. La misma operación realizaba en la casa de Alba, en la de Esteban, su hijo mayor, y en la de un par de amigas que esperaban ansiosas su visita para contarles sus cuitas. Ismael, su hijo menor engullía mermelada, frasco tras frascos, cada vez que volvía de Suecia y más de una vez engañaba los controles del aeropuerto, con un par de frascos entre sus ropas.

Clara se quedaba poco tiempo en la ciudad. Desde que había decidido vivir en la casa de las sierras, a pesar de los miedos de Celeste y Esteban, se sentía más dinámica y feliz. La ciudad la aturdía, la ponía de malhumor. De tanto en tanto arreaba alguna amiga hacia las serranías, pero claro, como ella, estaban aferradas a sus costumbres y a los pocos días se tomaban el colectivo de regreso.

Los nietos, cuando pequeños se quedaban con ella, gustosos, felices, pero "los chicos crecen, tienen ocupaciones, estudio, amigos... y ya los veo más de tanto en tanto, pero así es la vida", pensó sin reproches y volvió a escudriñar el pasado, tratando de recuperar sus predicciones, pero nada, el recuerdo de tío Chacho ya se había apoltronado en su mente.

La noticia de que su tío había sido encontrado en una cuneta, inconsciente junto a su bicicleta hecha un ocho, era un recuerdo fuerte. Un policía despertó a toda la familia a las seis de la mañana de un día sábado, con una breve explicación. Tío Chacho había terminado su guardia en la empresa para la que trabajaba y emprendido el camino rumbo a su casa en bicicleta, como siempre. Supusieron que algún camión, por la bruma matinal no lo vio y lo atropelló. Ningún testigo. Clara no había tenido aviso previo sobre lo ocurrido, tal vez porque su tío, con sus chistes cargados de soberbia, no era santo de su devoción. Pero sintió que no iba a morir de eso. A lo mejor porque en su fantasía de adolescente todo tenía que salir bien, pero no flaqueó en el convencimiento ni un minuto. Recordó que toda la familia lloró durante meses porque el accidentado sanaba de las heridas pero no salía del coma. Sin embargo un buen día, tío Chacho despertó balbuceando que tenía sed. Al cabo de un rato la enfermera ya estaba lidiando con su humor ácido y en menos de un año ya estaba de pie, con cierta rigidez en las piernas, pero firme en su actitud de sabelotodo. Unos años más tarde, por la petulancia y el alcohol perdió a su mujer y terminó internado en la sala de psiquiatría del hospital de la ciudad.

En la cabeza de Clara empezó a asomar la imagen de esos días. A ella le tocó el turno de los días martes y jueves por la tarde, relevando a su madre en el cuidado del internado, que en su tratamiento contra el alcoholismo, buscaba destrozar sábanas y hasta colchón, en un hospital que se parecía más a una barraca militar que a una institución de salud. Sin embargo a Clara no la marcó ese recuerdo, sino el de otro internado que no paraba de decir dos... cinco... ocho; dos... cinco... ocho. Repetía y repetía, mientras chancleteaba de la mesa de luz al baño, con una jarra fuertemente asida entre sus manos. Dos... cinco... ocho; dos... cinco...ocho, volvía del baño con un poco de agua en la jarra y la volcaba en un vaso. Dos... cinco... ocho; dos... cinco... ocho. Recomenzaba el camino de la jarra vacía hacia el baño. Otro poco de agua; dos... cinco... ocho; dos... cinco... ocho... y completaba el vaso. Dos... cinco... ocho; dos... cinco... ocho... Comenzaba el camino del vaso lleno hasta la pileta del baño. Lo llevaba lejos del cuerpo como quien transporta una probeta con sustancia explosiva. Vaciaba el vaso. Dos... cinco... ocho; dos... cinco... ocho. Más rápido el chancleteo con el vaso vacío y nuevamente dos... cinco... ocho; dos... cinco... ocho, y otra vez con la jarra vacía...

El loco del agua, como lo llamaban en la sala de alcohólicos en recuperación del viejo Hospital, había sido un importante físico hasta terminar como linyera. "Quién lo hubiera dicho al verlo en ese mugroso pijama de algodón, chancleteando unas raídas pantuflas a cuadros, la mirada perdida y el pensamiento clavado en una cuenta que sólo él entendía", concluyó Clara.

Tío Chacho mejoró y salió del hospital. En realidad, al hospital no volvió, pero las borracheras sólo terminaron cuando su cerebro, que había perdido gran parte de su capacidad en el accidente y el posterior coma, le dio el último aviso. Un accidente cerebrovascular que superó por milagro, como dijo el médico, le dio más rigidez a sus piernas y le paralizó la mitad de la cara. "Ni siquiera en ese momento dejó de fastidiarme su estupidez", pensó Clara. En su reflexión reavivaba su convicción: una persona que había podido superar un accidente y un coma de cuatro meses, no podía escupirle a la suerte con una copa y otra copa. "Si mi madre me escuchara, me diría que no puedo decir estas barbaridades sobre tío Chacho", pensó. Era el hermano más querido, o tal vez el más débil ante los ojos de Teresa. Además, para ella, como para tantas otras personas de su generación, los muertos son siempre buenos. Ahora podía analizar en paz y hasta con una sonrisa todas esas contradicciones, pero en su adolescencia terminaba con una mejilla enrojecida por el cachetazo de su madre o peor, culposa ante la mirada sancionadora de su padre.