Con culpa

05.04.2017

"Los presentimientos formaban parte de la psicología familiar. ¡Cómo no lo pensé! ¡Cuánta culpa inútil!", concluyó Clara, mientras tomaba unos mates en la terraza. Una culpa que había atravesado su infancia, adolescencia y madurez. Culpa era sin duda lo que le había apretujado el alma cuando en la plaza de la escuela giró su cabeza en el preciso instante en el que su hermana se elevaba en el sube y baja, para dar luego con todo su mentón en la chapa de fabricación del juego. ¿Por qué no pudo presentirlo antes de que Alba se montara a ese endemoniado simulacro de caballo? ¿Por qué no pudo percibir que si la niña sentada en el otro extremo de la tabla le doblaba en peso a su hermana, la eyección era una consecuencia lógica?

Alba se había elevado como montoncito de ropa. Las tablas del guardapolvo abiertas en toda su amplitud, la habían convertido en un paracaídas humano. Ni siquiera tuvo la reacción de poner las manos en la caída. El mentón hizo ¡pum! contra la diminuta chapa.

Después de ese episodio, las maestras no dejaron salir a los niños a la plaza por varios meses. Se sacaron todas las chapas, bordes, o cualquier cosa de los juegos infantiles que pudiera considerarse peligrosa; se ajustaron tornillos y se aceitaron engranajes.

"¡Ja!, si en esta época las maestras hicieran lo que la señorita del cuarto grado A en el momento del accidente de Alba, saldría en los noticieros", rió Clara.

Podía recordar con nitidez la reacción de la Señorita Tota. Al mismo tiempo que intentaba limpiar la herida y detener la sangre que teñía de rojo el guardapolvo de la niña, la maestra, sin poder manejar su propia culpa, se llenaba la boca de calificativos. Delante de Clara, que como hermana mayor había sido conducida con la niña herida a dirección, repitió varias veces "traviesa", "inquieta" y hasta "incontrolable". Alba lloraba y Clara sólo podía mirar la carne abierta en el mentón de su hermana.

La rajadura en el mentón quedó como un sello recordatorio. ¿A qué edad había podido mirar esa cicatriz sin sentirse responsable por lo ocurrido? Tal vez como a los cuarenta, cuando mucha psicología había pasado por los ojos de la estudiante crónica en la que se había convertido. Pero ese día, las hermanitas regresaron a su casa, en silencio y a paso lento. Ambas temían la reacción de la madre, así que retrasaron la llegada. No podían predecir lo que haría Teresa. O le restaba importancia a lo ocurrido casi al límite de una torpe ignorancia, o la emprendía a los gritos. Fue otra, la de las preguntas inútiles, las que no podían tener explicación. "¿Cómo te subiste a ese juego de mierda? Chinita inquieta, ¿por qué no te quedaste con las que se portan bien?" Preguntas que Alba no podía responder. "¿Y vos dónde estabas que no viste lo que hacía tu hermana?", pregunta que Clara ya se había hecho y que su madre convertía en eco, en el diapasón de la culpa.

Clara tenía que convertirse en la guardiana de su hermana. Era un principio generalizado en aquella época. Los hermanos mayores reemplazaban a los padres cuando los ojos paternos no estaban presentes, pero Teresa tenía una manera culpabilizadora de recordarle ese rol a su hija mayor. "Vayan, pero vigilá a tu hermana, ¡eh!", era una letanía que había perseguido a Clara casi hasta el momento de su casamiento. En la escuela secundaria, si su hermana se hacía "la chupina", su madre volvía la mirada hacia ella y lanzaba un "¿vos no sabías nada de esto?". A la edad de ir al cine o a bailar, estaba atenta a los comentarios de las jovencitas y ante la menor duda, le lanzaba un "¿pero vos no estabas con tu hermana?; ¿dónde estabas?"... Teresa, como la maestra, no podía manejar sus miedos. "Ahora lo puedo comprender", murmuró Clara, con un esbozo de sonrisa en sus labios.