Con amor

17.04.2017

"De cómo se conocieron tía Yeyena y tío Mario no me acuerdo, o nunca lo supe, no sé. Pero del flechazo amoroso que sí me acuerdo, porque mi madre siempre lo contaba, es el de tía Rosaura y tío Mateo. Rosaura en realidad era tía de mamá y la historia era más o menos así":

Rosaura Ayala lavaba y lavaba, con su torso inclinado sobre un gran piletón. Sus gruesas caderas, herencia del mestizaje entre indios y españoles, empujaban el borde de la pileta contra la pared, haciendo un troc troc musical, interrumpido sólo cuando las sábanas, blanquísimas de tanto amasado, se iban apilando sobre una gruesa tabla.

¿Qué pensaría Rosaura mientras el agua se escurría entre sus dedos enjabonados? ¿Serían las sábanas el fin de sus ilusiones o sólo la ocasión de su vuelo adolescente? ¿Acaso habrá imaginado que en su puesto de batalla de las lejías llegaría un día su príncipe azul?

Mateo Giacomello estaba lejos de ser un príncipe azul, con sus modales de gringo recién bajado del barco y sus costumbres de chacarero, hábil para distinguir la buena semilla de la mala, pero de vocabulario escaso y castellano atravesado. Príncipe o no, Yaco, como todos le decían a ese tano que no medía más de un metro sesenta, se llevó a Rosaura, su princesa alta, de piel marrón como el chocolate, caderas generosas y palmas relucientes de tanto jabón, que lo miraría siempre desde quince centímetros más arriba.

Yaco, no le había visto la cara a su amada y era la primera vez que veía sus caderas, pero eso no impidió que pidiera su mano con un io voglio la signorina qui lava...voglio casarme. El padre de Rosaura sólo le entendió que se quería casar y que la depositaria del honor de "casoriarse" con ese gringo prometedor era la más joven de sus hijas, la silenciosa Rosaura.

La joven, en sus dulces dieciséis años, tal vez imaginó a su príncipe un poco más alto, pero ese pequeñín de pelo tan rubio como el trigo del patrón y los dientes tan blancos como sus sábanas, debe haber sido de su agrado porque sonrió ante la expresión de su padre: M´hija, acá el hombre viene a pedir su mano y he aceptao gustoso.

Si ella estaba de acuerdo con el matrimonio o no, poco importaba, era su padre quien decidía. Así fue que para después de la cosecha, partió en el sulky de Yaco, rumbo al campito de ese gringo con el que no había cruzado casi palabra. Sin embargo, Rosaura (pronunciado con una "r" arrastrada en la lengua del italiano) y Yaco (nunca le diría Mateo) aprendieron a amarse entre las duras faenas del campo. Rosaura, además de lavar, sabía hacer un pan casero muy esponjoso, su marido construyó un horno de ladrillos para ella. Rosaura sabía adornar las sábanas con bellos bordados, Yaco trajo del pueblo metros y metros de tela para ella. Rosaura hacía unos mates espumosos, su marido aprendió a tomar mates. A Rosaura le gustaba hablar poco y a Yaco le costaba mucho hacerlo en español, así que ambos pasaban las horas casi siempre en silencio, pelando choclos, cuidando chanchos, buscando los huevos, que las veleidosas gallinas ponían donde les daba la gana, y sembrando las pocas hectáreas que al gringo le habían dado en un mezquino reparto de tierras.

Sólo dos hijos tuvieron la criolla y el gringo, pero éstos les dieron once nietos que se arremolinaban en torno a la nona Rosaura cuando sacaba el pan del horno, y se reían del nono Yaco cuando hablaba atravesado. Con un golpe de cuchillo sobre la tabla de cortar el pan, Rosaura detenía el pillaje de sus nietos: "tesen quedos qu´el primer pan es pa las visitas", era una de las pocas frases que se le escuchaba a esa nona de rasgos aindiados. Con correteos y morisquetas festejaba el gringo las burlas de la bandada de bambini.

"Es muy probable que tía Rosaura y tío Yaco no hayan comido tantas perdices como otros príncipes, pero tuvieron muchos motivos para ser felices", concluía Teresa, en sus faenas de planchado. Alba y Clara, entre cucharada y cucharada de leche con mazamorra, imaginaban el mágico casamiento entre la criolla y el gringo.