Con alma de fiesta

16.04.2017

Tía Yeyena era lo opuesto a tía Clotilde, pero tenía algo de tía Justina. "La casa de tía Yeyena, ¡cuántos recuerdos!", pensó Clara.

En realidad se llamaba Regina pero terminó con un nombre deformando en ese "yeyé" que su hermana Milagros le ponía a todas las palabras con ese fonema. Milagros, quien nació nueve meses antes que Yeyena, era tan celosa que terminó absorbiendo la atención de su madre, al punto de que su diminuta hermana fue amamantada al mismo tiempo que ella. Quién sabe si no era por eso que Yeyena era la más irritable e imprevisible. Tenía lo opuesto a Justina de esa rara mezcla suizo-italiana que habían fusionado sus padres. Alta como su papá, había heredado sin embargo las facciones de su mamá. Sus ojos repetían el color pardo miel de los de su abuelo suizo, pero saltones como los de su madre, de la que también había copiado la nariz. En ella hasta Mario, el marido, era contraste. Ella muy alta, rubia y de bucles suaves, él un criollo de baja estatura, piel bruñida y pelo grueso y duro; ella de carácter colérico, él todo risa, baile y copa en alto.

"Navidad en lo de tía Yeyena era la contracara de las fiestas en lo de tía Masha", asintió Clara, justo cuando llegaba a la sisa del pullovers para su hija. Y no es que no se luciera algún borracho. De hecho Mario y el mayor de sus cuñados, Lucho, terminaban bastante entonados antes del brindis de medianoche, pero eran lo que se llamaba en esa época los típicos borrachos alegres.

Teresa y Yeyena se complementaban muy bien, por asombroso que eso pareciera. Si una de ellas decía algo fuerte, la otra callaba. Tenían como un pacto mutuo o el parecido las hermanaba. De hecho tenían códigos de hermanas; tejían juntas; cosían juntas; preparaban el festejo navideño juntas. En esos momentos parecían sincronizadas. Una semana antes de las fiestas comenzaban con las compras y el amasado y horneado de pan dulce, los que eran celosamente guardados en un armario bajo llave. Habilidosas ambas en la elaboración de empanadas, hacían montañas que se iban friendo en dos sartenes simultáneas. La mitad se ponía en la mesa de Nochebuena, la otra se guardaba en un fuentón de lata, para el día siguiente. Clara soltó una carcajada, al recordar el día que su tío Lucho llegó con toda su familia y sin comida. Un solo cruce de miradas entre las cuñadas fue suficiente para que una de ellas entretuviera a los recién llegados y la otra corriera a esconder el fuentón de empanadas debajo de la cama. "Ahora todo se resuelve con un delivery, pero en aquella época, el 25 de diciembre no había modo de conseguir comida", reflexionó Clara, risueña.

Fernando y Mario también formaban un dúo perfecto para hacer el asado. Fernando hacía el fuego, mientras Mario salaba la carne, y ambos acomodaban costillas, chorizos y morcillas sobre la parrilla. Fernando tomaba un vaso de cerveza, Mario dos copas de vino y así hasta que se decía la frase mágica: "está listo el asado".

En casa de Yeyena se bailaba hasta la madrugada. Su marido más tomaba, mejor bailaba. "Con Clara, con Clara, que es una plumita", decía y la hacía flotar en el patio de tierra, esquivando los cohetes y rompeportones que arrojaban sus hijos. "¡Chicos de mierda, dejen de tirar esa porquería que los perros se meten en la casa!" gritaba Yeyena a sus hijos, quienes lejos de atemorizarse, parecían redoblar la apuesta de pólvora. "La culpa la tienen Fernando y Mario que le dieron plata para esa basura", aportaba Teresa. Y la fiesta seguía. Abuela Ana se refugiaba en un rincón, escapándole a la pirotecnia y de paso para administrar el equitativo reparto de empanadas. "Vos ya comiste como tres", le decía al más glotón de sus nietos.

"¡No es fácil pasar ese control, eh!", exclamaba Mario a las carcajadas. Él reía por todo y con todos. Rara vez se reía de alguien. "Excepto del cura", corrigió Clara, al recordar a su tío en su lecho de muerte. A los cuarenta y ocho años le descubrieron una enfermedad terminal. En menos de cuatro meses pesaba veinte kilos menos y en su cama parecía un tótem envuelto en sábanas blancas. Pero cuando su mujer pretendió llevar un cura para que escuchara sus pecados y lo amigara con Dios, él ensayó una risa y dijo con voz ronca: "pero si éste tiene más pecados que yo, mujer". Yeyena quedó espantada por la respuesta, pero no pudo replicarle. Su marido la dejaba sola, a darle batalla a la vida con tres varones y dos mujercitas, todos rebeldes.

"Pobre tío, disfrutó tanto de la vida que quería evitarle la cara de la muerte a todos lo que se acercaban a su lecho de enfermo", recordó Clara. "Déjense de joder, vayan a divertirse por ahí", decía. Quizás por eso murió cuando todos dormían, cuando nadie lo miraba, cuando él no vería las lágrimas de los que lo querían.