Celestina
De Celestina, nadie sabía nada, pero de sus manos sí: el ágil movimiento de sus dedos; la fuerza de mortero de sus nudillos; el enrojecimiento intenso de sus pulgares; la suavidad de sus gastadas palmas. Es que la joven, todas las tardes preparaba panes, buñuelos, chipas y tortas en La Princesita, la pastelería de su padre.
Los vecinos del barrio se quedaban extasiados, mirando a través del vidrio de la panadería, esas manos que sin descanso espolvoreaban, mezclaban, amasaban, estiraban y daban forma a los bollos de harina, huevo y levadura.
Las manos de Celestina sobaban la masa, eliminaban los grumos, lograban la textura justa, el fermento perfecto. Luego, toda su obra se exponía en canastos y vitrinas y como arte callejero, desaparecía antes de la finalización del día.
En su anonimato de trigo, centeno y mandioca, la panadera no recibía elogios ni preguntas. ¿Acaso alguien sabía su nombre? ¿Alguien se preguntó qué hacía cuando al anochecer partía con su padre, rumbo a su casa? ¿Alguien sabía que amaba la Ópera y que cuando era chiquita quería ser bailarina de ballet? ¡Pero si los vecinos ni se enteraron de que hasta cinco años antes la artista de los panes y bollos no era ella sino su madre! Tampoco se enteraron que Celestina no tuvo casi tiempo de escurrir sus lágrimas cuando su mamá murió y tuvo que reemplazarla casi de inmediato, porque el show del pan no se podía detener. Nadie la vio pasarse el delantal por los ojos cada vez que una lágrima amenazaba caer sobre la masa. Ni el sueño de terminar la escuela secundaria le había quedado. Le faltaba sólo un año para concluir el Bachillerato, con unas calificaciones que habían enorgullecido a su familia, hasta que tuvo que cambiar lo libros por la harina y la levadura. Ella aprendió, de todos modos, a ser feliz con el aroma del agua de azar en los panes de Navidad, con el amarillo de la crema pastelera sobre las roscas de Pascuas, el sonido del hojaldre de las tortas de cumpleaños.
Los vecinos se enteraron quién era Celestina cuando La Princesita cerró sus puertas durante diez días, por "motivos particulares".
Alguien había mirado el rostro de la panadera y se había enamorado de sus ojos verdes, su sonrisa traviesa, los hoyuelos de sus mejillas, el lunar que lucía sobre el labio superior. Alguien descubrió que ella lagrimeaba cada vez que escuchaba Va Pensiero porque su madre amaba a Verdi, que todos los domingos les leía cuentos a los ancianos del Asilo, que podía enojarse hasta el insulto cada vez que veía un perro maltratado, que sus almuerzos no incluían el pan, que detestaba el sabor de las tortas fritas y moría por un chocolate con cada película romántica. Ese alguien se acercó un día a Celestina y le dijo: "te miro desde hace mucho tiempo y no me atrevo a preguntar tu nombre".
Hizo falta que la pastelería anunciara que cerraba por diez días por la boda de Celestina, para que los vecinos se fijaran en el rostro de la artista del pan.