Borrascas
"Si nosotros hubiésemos permanecido todos los hermanos juntos, Amelia no se hubiera escapado", era otro de los reclamos de Teresa. Amelia, la hermana menor de Teresa, no había aceptado nunca que la "prestaran"; se escapaba a los pocos días que se la entregaban a algún pariente, o pariente de parientes y cada vez que volvía a la ciudad a visitar a su padre, le rogaba que la dejara quedarse con él. Pedro la volvía entregar. "Esta gente es buena m´hija. Pórtese bien", le decía. Ella no se portaba bien. Teresa, en las pocas ocasiones que se veía con su hermana, le aconsejaba "por favor quedate donde estás, si no, te van a internar en el hogar de monjas", aunque en su interior admiraba el coraje de su hermana e imaginaba toda clase de huidas junto a ella.
Amelia terminó en el hogar de monjas, donde aprendió a leer y escribir, a coser y a cocinar. Excepto la lectura, el resto era tedioso y estúpido para ella. Había nacido para ser aventurera. De escasa estatura, tenía sin embargo el porte gitano de los antepasados maternos, de mirada más desafiante que la de Teresa, no se doblegaba ante nadie. En la primera ocasión que tuvo huyó, no sin antes pasar por la casa donde trabajaba Teresa para decirle que se iba, con otra interna, a la gran ciudad. "No se supo nada de ella hasta cinco días después de mi nacimiento, justito para convertirse en mi madrina", recordó Clara.
Poco contaba Amelia de su vida en la capital, pero ya era mayor de edad y "era libre", según su expresión. La vida de Amelia que imaginó Teresa estaba plagada de libertinaje y tentaciones. No lo decía, pero se lo podía intuir cada vez que exclamaba "vaya a saber cómo vive en la Capital" o "vaya a saber por dónde anda revoleando el marlo". Amelia abonó el imaginario de su hermana durante los veinte años en los que no volvió al interior, ni escribió. No había dejado dirección alguna, ningún contacto posible. Todos pensaron que había muerto en una de las grandes inundaciones típicas de la Capital. Teresa pasó repetidas veces por la policía para averiguar si figuraba en las listas de fallecidos, pero nada. Cinco días antes del cumpleaños número veinte de Clara, apareció con un bolso en un brazo y una niña regordeta en el otro. La niña tenía nueve meses y Amelia quería que su ahijada, fuera la madrina de su hija adoptiva. Así fue.
En el imaginario de Clara, su madrina se convirtió desde ese momento en una mujer común. Dejó de ser la amante de un bravucón de poca monta, o la prostituta regenteada por algún cafisho porteño, tal como la había imaginado, gracias a los miedos de Teresa. En realidad, todos esos años, Amelia había trabajado de la mañana la noche, como modista de disfraces para alquilar, viajando por horas colgada de algún tren, levantándose a las cuatro de la mañana y acostándose a la medianoche. Nunca había tenido un novio en serio, pero tampoco había transitado por los mares de pasión desenfrenada como más de uno conjeturaba. La soledad le había apretado el alma cuando pisaba los cuarenta y eso la decidió a adoptar a esa niña que una jovencita, abandonada por su novio, le entregó envuelta en una funda de almohada.
Amelia regresaba, a pedir que la recibieran y la acompañaran en la crianza de la niña. Esta vez nadie se negó a darle una mano, pero la gran unión familiar que ella anhelaba, no podía ser. Ni a ella le resultaba fácil soportar la vida pueblerina del interior, ni los demás se amoldaban a sus aires porteños. Teresa decía "Amelia no es la misma". No se entendía muy bien a la misma de qué época se refería, ya que ella sólo podía tener la imagen de la niña de cuatro años que se aferraba a la falda de su madre, o la de siete años que no soltaba la mano de su padre cuando la dejó con aquella parienta del campo, o la adolescente de quince que abrazó con fuerzas a su hermana cuando la internaron en el hogar de monjas, o a la desafiante jovencita de diecisiete que apenas si la miró para decirle que huía a la capital. Poco habían compartido Amelia y Teresa, poco tenían en común. Poco quedó para los últimos años de Amelia, a quien la sorprendió una enfermedad terminal, tiempo después de haberse casado con un gringo que podía darle un buen pasar a su hija, como replicaba cada vez que le preguntaban el porqué de la decisión de casarse a los cuarenta y cinco años. El gringo fue prácticamente el único que lloró la falta de esa porteña que lo había enamorado en una cena del club barrial. Los demás sintieron su muerte como una de sus tantas huidas. Su historia había sido la crónica de una orfandad permanente. Así murió. No pudo reconciliarse con su padre. Don Pedro había fallecido mucho antes de que ella llegara con su hija. "Creo que mi madrina volvía para mostrarle a su papá que podía ser madre responsable y se encontró con que una vez más él la abandonaba a su suerte", concluyó Clara.