La punta del ovillo

28.03.2017

Sí, el primer presentimiento fue esa vez en la hamaca de su casa, la que su padre había montado con un neumático y dos sogas colgadas de la rama más alta del olmo, plantado en el centro del largo patio de la casa. "Para las chicas", dijo su padre, una vez terminada su obra. Las chicas eran ella y su hermana. Clara recordó que ella se columpiaba casi todo el tiempo. No sabía bien si porque le gustaba o porque eso la alejaba de las cachetadas de su madre. Pero un día que se balanceaba suavemente, nada que pudiera justificar una caída, se desplomó hacia adelante. Cayó de rodillas, no atinó ni a soltar la muñeca de trapo que apretaba contra la soga. Sin embargo en su mente apareció la caída, unos instantes antes de que ocurriera. No sólo vio que se caía, también sintió el dolor de la arena clavándose en sus rodillas... unos segundos antes de que ocurriera.

No podía llorar, ni contárselo a nadie. Muy por el contrario, se levantó como con vergüenza y corrió a lavarse las rodillas en el brocal, antes de que la viera su mamá. La estrategia no dio resultado, Teresa, su madre, ya la había observado desde la ventana de la cocina y llegó antes que ella al borde del pozo, con las manos en la cadera, en la típica postura que asumía cuando algo la enojaba. "¡Mirá si no serás pava, caerte así! Dejame ver", le dijo al mismo tiempo que le sacudía la arena. La niña se contraía por el dolor que le producía la mano de su madre restregando sus rodillas, pero no abrió la boca. La acción de fregar, enjuagar y volver a fregar duró varios minutos, pero ella apretó la muñeca contra el pecho y sus labios entre los dientes, para no dejar escapar ni un gemido, ni una lágrima. No sabía que esa silenciosa fortaleza enfurecía a su madre más que un grito o una protesta.

Las rodillas le punzaron todo el día, pero Clara, a la media hora de lo ocurrido ya no prestaba atención a su dolencia, sino a esa especie de miedo que le provocaba saber que pudo ver la caída antes de que ocurriera. ¿Era una bruja por eso? Sin dudas, en aquel momento, en sus escasos siete años, se estremecía por la convicción de que encarnaba una de esas hechiceras que su mamá hacía reír con carcajadas maléficas, en los cuentos que fluían con tanta facilidad de su boca mientras planchaba.

Teresa tenía ese doble efecto en Clara, amor y miedo. A la niña le fascinaban los cuentos, las anécdotas, las historias familiares de su madre, del mismo modo que se paralizaba ante sus ataques de ira tan frecuentes. Teresa, más que contar, escenificaba las historias. Todas parecían ciertas; desde la muerte de dos hermanos en la vorágine de aguas servidas de una boca de tormenta, hasta los niños devorados por una bruja de dientes podridos y risa chillona, todo era asumido con la misma emoción. Alba, la hermana de Clara, parecía no asustarse con todas esas historias, pero a Clara las brujas le susurraban cosas horribles en los oídos por las noches; unas caras cadavéricas le extendían la mano desde un pozo de aguas oscuras y rugientes. Por más que apretara los ojos, era difícil lograr el sueño. A veces terminaba gritando en la oscuridad, sudorosa, sentada en la cama. Su madre acabó por llevarla a un médico, quien le dijo que seguramente eran parásitos y recetó una pócima espesa y amarillenta. Para la niña, tragar ese espantoso brebaje antiparasitario era casi tan horrible como sus pesadillas, pero al día siguiente asistía con placer morboso a las historias de su mamá, relatos que se recreaban con cada contada, incorporaban personajes, situaciones, voces, silencios, que generaban el suspenso adecuado. Clara y Alba, regresaban de la escuela a la carrera, rogando que su mamá tuviera que planchar, único momento en el que daba rienda suelta a su fantasía de cuentera. Y no importaba si era la misma bruja de risa estridente y estremecedora, los mismos niños encerrados en una oscura cueva, los mismos monstruos sin ojos, porque la historia se desarrollaba de otro modo o tenía otro final. Teresa también se maravillaba con su rol artístico; se dejaba llevar y esperaba el momento justo para soltar la carcajada malvada de la bruja, o la voz temblorosa de los niños, o el chillido cavernoso del monstruo de turno.

Recordar todo eso transportó a Clara a otro presentimiento, a los doce años, cuando ya no escuchaba las historias de su madre, no porque no le gustaran, sino porque no las contaba más. A esa edad Teresa le hablaba, sentenciosa, de lo que implicaba convertirse en "mujercita".