A veces con dolor

05.05.2017

Una de las almitas que había pasado por la casa de Lucía era Isabel. La infelicidad parecía que la había atropellado, aunque ella se mostraba como una reina esperando que sus súbditos cumplieran todos sus caprichos. Subida a unos tacos de quince centímetros, no caminaba, desfilaba. Una coraza, como la de Laura, "que al comienzo, al menos a mí, me convenció", pensó Clara. Pero Lucía no se quedó con la cáscara, le bastó media hora de charla con el marido y los hijos de Isabel para comprender que todos funcionaban como un círculo de miedo. Isabel temía las reacciones de su marido; los hijos temían las reacciones de ambos. El marido tenía miedo de sí mismo. Las palabras parecían masticadas y rumiadas antes de ser pronunciadas. Los gestos hablaban más que sus bocas. En los ojos de la hija adolescente se podía intuir "no le creo a ninguno de los dos. ¡Me quiero ir!". En los del más pequeño, más explícito, más espontáneo, se leía el temor. Se habían acercado a la casa de Lucía con una caja de mercadería y una de libros, para "ayudar". Clara recordó que Lucía, después de esa visita, dijo: "es más la ayuda que necesitan que la que pueden dar, pero está bien, ayudando, uno se ayuda". Clara también tuvo una sensación rara, pero sólo con el marido de Isabel. Creyó que se trataba de otro de sus presentimientos, pero como en la cuarta visita, Isabel fue sola, la charla derivó en comentarios sobre el género masculino y ella soltó un "nadie muere sin guampas". Las "guampas" en realidad sumaban al disfuncionamiento familiar, pero no era lo único a contabilizar en el evidente caos de la vida de Isabel. Y eso no fue premonitorio, se sentía, se olía. Clara ensayó durante meses toda clase de consejos para que encontraran el modo de quererse bien, sin golpes, sin ofensas, pero nada. Ella iba del odio a las "necesitadas" que buscan maridos ajenos, a culparse a sí misma por el poco tiempo que le dedicaba a su marido. Un día decía que su hija mayor era muy infeliz en la familia y al siguiente exclamaba "¡Ojalá sea tan feliz como yo!". Lucía apoyaba su mano en el brazo de Clara y decía: "sólo ella puede hacer algo por ella. Es su desastre, no el tuyo".

Varios años de desastres fueron necesarios para que Isabel dijera basta. En realidad, la vida le dijo basta a ella. Cayó en una depresión terrible cuando su marido terminó yéndose con una jovencita y la hija mayor huyó de su casa con un hombre que la doblaba en edad. Al hijo menor lo rescató la abuela porque la madre no podía cuidar ni de sí misma.

"Todos aprendemos de la experiencia, no de los consejos", pensó Clara. Y eso era válido para ella también. ¿O acaso había olvidado su propia cuota de caos? "Para nada", le replicó su conciencia. Ponerle punto final al caos es en realidad imposible. Si al menos se puede acumular unos cuantos puntos suspensivos, la perspectiva cambia. Isabel no quiso ver los puntos suspensivos.

La última vez que Clara vio a Isabel, los zapatos de quince centímetros eran un recuerdo. Arrastraba los pies en unas ojotas gastadas, con los talones percudidos; tenía la cara inflada como globo de cumpleaños y los ojos fijos en un punto inexistente; tomaba pastillas de todos los colores y no quería hablar con nadie. La imagen fue tan dolorosa que Clara desvió la mirada. "¿Qué podía hacer?", dijo en voz baja y le sonó a justificación.