La ciudad, como todos los años, en diciembre se vestía de Navidad invernal aunque hiciera treinta y cuatro grados. Un Papá Noel en cada supermercado, transpirando debajo de una barba sintética y un traje rojo de falsa seda, hacía sonar su campana frente a un desfile de sandalias y ojotas, en concierto de dedos liberados. Cintas plateadas que simulaban una nevada sobre las ramas de pinos plástico y vidrieras invadidas por luces rojas, blancas, doradas, azules, transformaban la urbe en una colorida maqueta.
Por las veredas, en un incesante ajetreo, mujeres, hombres y niños acarreaban regalos y comida en nerviosos recorridos. Los niños, cansados y acalorados, protestaban, lloraban y hasta pataleaban tirados en el piso. Los adultos, igualmente agobiados por el caldero de cemento y las corridas, se mostraban indiferentes a los chillidos infantiles y continuaban con su misión navideña.
Por las calles un sinfín de autos, como un gran ciempiés en un avance lento, pesado, completaba el tradicional "espíritu navideño".
En un rincón de la plaza principal, muy cerca de la fuente, debajo de una pequeña glorieta de la que colgaban olorosas glicinas blancas, una joven vestida de azul frotaba las cuerdas de su violonchelo con movimientos precisos, elegidos con el alma para ejecutar melodías que nada tenían que ver con la Navidad. La chelista, con sus ojos cerrados, movía su cabeza al ritmo de una música barroca, triste, grave. Su larga cabellera rojiza, en cada movimiento, le cubría y descubría los hombros desnudos y huesudos. Su rostro concentrado contrastaba con el nervio ambiente. La resonancia de su música invadía la plaza y acariciaba los muros de las tiendas circundantes, pero el público de la chelista se reducía a una pordiosera, quien sentada en la escalinata de la Catedral, como no lograba una sola moneda de los transeúntes, cerraba los ojos como la chelista, dejándose transportar por la melancolía que surgía en cada deslizamiento del arco sobre las cuerdas. Desde allí aplaudía sonoramente cada movimiento de su privado concierto.
Nadie sabía que la solitaria chelista había llegado a la ciudad con su esposo: él por una conferencia sobre la obra de Haydn; ella para interpretar junto a la orquesta local el Concierto en Do Mayor para violonchelo del mismo autor. Habían hecho reservas en el hotel tres días antes del evento, con la ilusión de una Navidad a solas, pero apenas habían alcanzado a abrir las valijas cuando él sufrió una descompostura. "Un accidente cerebro vascular", le dijeron a su esposa, en la clínica a la que lo trasladaron. "Está en terapia, pero estable", le agregaron en ese frío parte médico de pocos segundos. En su aturdimiento, la joven sólo atinó a hacer lo que sabía hacer: tocar el chelo. En el camino de regreso al hotel había cruzado una plaza, a sólo cincuenta metros de la clínica. Hacia allí se dirigió con su violonchelo. Sabía que los edificios que rodeaban la plaza le brindarían una acústica suficiente para colarse por las ventanas de la clínica con sus acordes.
En su imaginación transformó la sala de terapia en un palco desde el cual Daniel, su esposo, le decía con su mirada "¡Vamos, tienes que lograr la transfusión de los movimientos de Haydn en tu interpretación! El arco tiene que moverse con precisión pero con sentimiento sobre las cuerdas. La obra está hecha para que el chelo sea el protagonista... que no parezca un simple ejercicio". Y ella estaba allí, haciendo sollozar su violonchelo en vez de soltar sus propias lágrimas. "¡Míra Daniel, mira cómo fluye el adagio de Haydn!... Lo siento Daniel, mi moderatoestuvo un tanto exaltado y con el allegro no puedo", parecía decir con su música y desde su propia tristeza, en aquella calurosa y ajetreada plaza. Como en largas horas de ensayo trasladó su angustia al chelo. Se le acalambraban los dedos pero ella seguía tocando en ese concierto para Daniel. Secaba el sudor de las palmas enrojecida sobre el intenso azul de su vestido y continuaba. Las glicinas, hamacadas por una leve brisa, de tanto en tanto le acariciaban el pelo, complacidas. Cada acorde invocaba clemencia. "Señor, no te lo lleves", parecía decir el chelo en los movimientos más agudos. "Señor, ¿acaso lo quieres contigo?", gemía dolorosamente en los más graves.
La noche llegó y la ciudad se fue aquietando. Las persianas de las tiendas bajaron y quedaron sólo las luces de la calle. Los empleados de los comercios cambiaron la prisa de vender por la urgencia de llegar a casa. De tanto en tanto alguien cruzaba una esquina para entrar en alguno de los edificios de departamentos, o un taxi atravesaba vertiginosamente alguna de las calles del silencioso casco céntrico. La chelista, aunque no había prestado demasiada atención a su entorno, alejó lentamente el chelo de entre sus piernas y saludó a su público unipersonal con una reverencia respetuosa. La pordiosera exclamó "¡otra, otra!" y la joven, como si le hubieran pedido un bis del primer movimiento de una sinfonía de Bach, se inclinó levemente, agradecida, y siguió tocando hasta casi la medianoche. La Nochebuena las encontró abrazadas y sonrientes. Después de todo Jesús había hecho el milagro de volver a nacer para reforzar la esperanza de vida.