Empatía

El abogado, parado en el último escalón de la escalera de acceso a la sala de espera de su estudio, se miraba fastidiado la punta de sus zapatos cuando escuchó la voz de su secretaria: "el Doctor Montejano es el mejor para ese asunto". Todavía espiaba el barro que había quedado alojado entre la suela y el cuero de sus abotinados, cuando escuchó otra voz, un tanto altisonante, que respondía: "Ah bueno, si hizo un doctorado debe ser muy bueno". Eso fue como una estocada traicionera, un sarcasmo innecesario que le hizo levantar la mirada, cual ballesta buscando la presa entre los matorrales. Allí estaba su presa. Una mujer de joggings azul y remera blanca. Se la adivinaba alta y corpulenta, a pesar de que no le podía calcular bien la estatura, así como estaba, apoyada en el escritorio de su secretaria. Esta última, apenas lo vio, pegó un respingo en su silla y se incorporó, como si cientos de alfileres hubieran atravesado el símil cuero del asiento y lanzó un nervioso:

-Doctor, la señora lo espera.

-Pues no me diga doctor, porque no hice ningún doctorado, le respondió a su secretaria, pero mirando a la mujer que lo esperaba, sacando a relucir su tono irónico.

La lluvia era algo que realmente lo ponía de malhumor y el comentario de esa impertinente le brindaba la excusa perfecta para darle rienda suelta a su malestar. En esos días se sentía con arena y barro rechinando en sus zapatos, su traje, hecho una porquería húmeda y arrugada, aunque recién lo sacara de la tintorería. "Ni el nudo de la corbata queda bien hecho en estos días", pensaba.

-No me diga señora y quedamos a mano, respondió la mujer, despegando su codo del escritorio.

Tal vez porque erguida le pasaba como una cabeza; tal vez porque sentía que la humedad le menguaba la elegancia: tal vez porque empezaba a escuchar que la suela de los zapatos hacían ruido, el abogado ofendido, solo atinó a abrir la puerta de su despacho e invitarla a entrar con un:

- ¿Con quién tengo el gusto, Señorita?

-Arsenia López, dijo la mujer y él no pudo evitar pensar que ese nombre le venía como anillo al dedo.

"Cuando nació, la madre debe haber querido tomar arsénico, por eso le puso ese nombre", pensó el abogado, al tiempo que sacudía la silla giratoria con la palma de la mano, luego de haber hecho lo propio con su piloto, antes de colgarlo en el perchero de madera.

Mientras tanto, la mujer no salía de su asombro ante el orden de la biblioteca que abarcaba dos paredes laterales de un oscuro pero amplio estudio, perfumado a rosas. Libros de tapas de cuero y letras doradas se alineaban en cada estante como si hubieran nacido en ese lugar, para nunca más ser removidos. Sin embargo, la ausencia de polvo daba cuenta de una limpieza regular y meticulosa. "Éste, si no es maricón, le pega en el palo", pensó. Cuando desvió la mirada hacia el escritorio terminó de convencerse: "tiene todas las carpetas embolsadas. Eso es de maricón".

El abogado, tan ocupado estaba en sacar las pelusas que parecía encontrar sobre su silla que ni siquiera invitó a su nueva clienta a sentarse, pero al girar hacia ella, vio que intentaba sumar una pila de expedientes a otra que estaba en el extremo del escritorio en el que Arsenia tenía intenciones de apoyar su portafolio.

-¡Noooooo!, alcanzó a gritar para evitar la acción de la mujer.

Arsenia se quedó con su maletín en el aire, congelada como un mimo callejero.

Sin siquiera inmutarse y mucho menos disculparse, el abogado miró a la mujer que le resultaba cada vez más torpe y grosera y le dijo en un tono más calmo:

-Ponga sus cosas sobre aquel dressoir. Estos expedientes están ordenados por número y no puedo moverlos porque es un caso que estoy analizando.

Arsenia iba sumándole puntos a su representación sobre el abogado, pero acomodó su camperón de neopreno y su portafolio en el dressoir de bordes dorados que estaba junto a la puerta de entrada.

-Mire don, el asunto por el que vengo a consultarle es porque me parece que mis hermanos quieren hacerme una jugarreta con la herencia de mis padres.

-Si no quiere decirme doctor porque no tengo un doctorado, no hay problema, pero no me diga don porque solo tengo cuarenta y cinco años, no soy del campo ni de la mafia. Señor Montejano será suficiente.

-¡Eh! ¡Pero usted es siempre así de quisquilloso! Mis alumnos me dicen "la vieja", "la López", "la loca de gimnasia"... y nunca me enojo.

-Está bien, continúe con lo que me estaba exponiendo.

-Le decía que mis hermanos están haciendo algún chanchullo con la herencia. Lo digo, no porque me haya dado cuenta sino porque mi madre me lo advirtió. Desde que murió mi padre, la fábrica de mangueras la manejan ellos y a mi madre y a mí nos dan una parte de las ganancias. Pero últimamente, esa ganancia se va achicando. Ellos dicen que es porque las ventas disminuyeron; que tuvieron que despedir a un par de empleados que estaban robando y la indemnización se comió lo ganado en el último trimestre... En fin, mi mamá piensa que nos están metiendo el perro y quiere que un abogado vaya a husmear en la fábrica... A lo mejor son solo ideas de ella. Siempre enferma, en su cama, puede que le generen pensamientos poco felices. A mí la verdad que no me hace falta el dinero. Me alcanza con lo que gano con mi trabajo. Pero bueno, no quiero que mi madre se ponga mal por este asunto. Ya bastante tiene, postrada en la cama.

Mientras Arsenia hablaba, Montejano hacía un tremendo esfuerzo por concentrarse en las palabras de la mujer. Ella había apoyado el pie de una de sus piernas flexionadas sobre la rodilla de la otra. "Ni que fuera un hombre", era en lo único en lo que podía pensar. Trató de sacar la mirada de allí y la fijó en las manos de la mujer: "Tiene las uñas sucias... tiene las uñas sucias", se repetía con asombro. "Que sea profesora de gimnasia no implica que deba andar mugrienta", se decía con una incomodidad que lo hacía girar de izquierda a derecha en su silla. "Sus zapatillas están llenas de barro", pensó y descubrió que en lugar de pensarlo lo había dicho en voz alta. Se dio cuenta porque ella interrumpió su relato para responderle:

-Sí, y qué quiere, si afuera llueve y yo vengo de dar clases en un Club y en moto.

-Pero ese barro quedará en el piso... Le hago traer un felpudo.

-Mire lo que hago con el barro Doctor, dijo en tono disgustado, al tiempo que pegaba fuertemente con cada uno de sus pies en el piso de parquet.

Arsenia dejó el dibujo de las canaletas de sus zapatillas en graciosos montículos de barro, junto a la silla. Recogió su portafolio, su abrigo y salió, sin portazos, sin agregar palabra.

El abogado salió al vestíbulo y con la expresión desencajada le lanzo a su secretaria:

-Una grosera, sucia y fea mujer, sin dudas. No me pase este tipo de casos nunca más... Por favor, solicítele al ordenanza que venga a limpiar la mugre que dejó.

La secretaria, mientras bajaba la escalera pensó que la mujer no le había parecido sucia, ni fea. Muy por el contrario, le había llamado la atención el cuerpo y la cara de Arsenia. Una mujer que seguramente andaba rondando los cuarenta y cinco años y tan musculosa. "Ni un gramo de grasa", había pensado cuando la vio apoyada en su escritorio. "Sí él fuera menos maniático por la limpieza, se hubiera fijado en lo bien que le combinaban los ojos alargados con esa nariz griega". Cuando llegó al palier para llamar al ordenanza, concluyó: ¡cómo se tuerce la visión cuando no hay afinidad!